Nuestra escena de arte ha sufrido cambios significativos en los últimos años, sin embargo de lo cual su consolidación hacia una verdadera contemporaneidad presenta dificultades de múltiples aristas, con riesgos y hasta síntomas de estancarse. De los elementos requeridos para la conformación de lo que llamaríamos una escena local, tal vez sea la presencia de la academia el factor determinante y principal.

Constituye un tema digno de análisis el auscultar la vigencia de los programas de artes visuales en el país. Guayaquil es, alarmantemente, una ciudad que carece de universidades que cuenten con facultad de arte. La tradicional escuela fiscal de Bellas Artes Juan José Plaza es apenas una entidad de instrucción primaria, cuyos métodos de enseñanza han sido públicamente cuestionados desde hace tiempo; los síntomas más claros de esta decadencia son los poquísimos artistas de interés que la institución graduó en los últimos veinte años. Hace no mucho visité la muestra de alumnos en la cual no había, en mi criterio, una sola obra que me permita vislumbrar un artista en ciernes que posea una latente proyección. Que de esa institución surgieron a comienzos de los 80 elementos como quienes conformaron la Artefactoría es, por decir lo menos, un milagro, y se debe a otros factores que sobrepasan la formación que allí se imparte.

Es por esto que he leído con agrado en días recientes la nota de prensa que recoge la inauguración del Instituto Tecnológico de Arte del Ecuador (ITAE).  En un giro resarcidor del destino son justamente miembros de la mencionada Artefactoría, con otros artistas reconocidos, quienes se han comprometido como profesores.

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Se espera de su pensum un rompimiento con cualquier rezago de formación meramente modernista (ejemplo: evaluando a los alumnos principalmente por su grado de “originalidad” o “creatividad”), peor aún bajo parámetros premodernos (en los cuales el talento recae en las facultades del pupilo para emular la naturaleza).  Se debe incorporar la mística de un estudiante crítico y comprometido con su entorno, cuya obra tenga algún propósito o cauce de reflexión más profundo, que tomen en consideración su contexto local, cultural y temporal desde el cual construyan una plataforma para sus propuestas, que reflejen un integral conocimiento del arte y sus procesos a través del tiempo y que reconozcan la manera en la cual su quehacer dialoga y juega su papel dentro de ese todo.  Como lo pone el cubano Saidel Brito –coordinador académico del área teórica– se apunta a la “formación del artista como un intelectual sólido”. Será interesante ver cómo incidirá en los estudiantes la transmisión de su experiencia dentro del célebre Instituto Superior de Arte de La Habana, de donde han salido constelaciones de artistas de notoriedad internacional.

El ITAE constituye una iniciativa digna de encomio para parchar este grave déficit en la ciudad. Su talón de Aquiles reside contradictoriamente en el patrocinio de la institución que apoyó su creación –el Banco Central– de quien se requerirá un apoyo sostenido e irrestricto que asuma la dimensión e importancia que reviste este proyecto, y que entienda lo fundamental de su influencia en el mediano y largo plazo. Ojalá que la ausencia de políticas culturales constantes y definidas en dicha institución, dada las fluctuaciones en su dirigencia, no atenten contra la estabilidad del ITAE ni traicionen la confianza que los estudiantes inscritos depositaron en esta opción de vida.