La visita de José Saramago, Premio Nobel de Literatura, revela una vez más cuán difícil es hacer que un mensaje llegue a su destinatario. Los organizadores de su venida al Ecuador buscaron los medios más eficaces para atraer al público a las distintas actividades programadas en Quito y Guayaquil. El escritor, así, pudo sostener un significativo encuentro con algunos líderes del movimiento indígena, participar en emotivos espacios con jóvenes, hablarle a la sociedad a través de los medios, compartir su firma con los compradores de sus libros... Sin embargo, Saramago debió sentirse fuera de lugar, pues también lo hicieron coincidir al lado del poder y de los políticos que representan la política tradicional, a quienes él cuestiona y enfrenta con dureza: el escritor portugués se vio obligado a departir y a posar –como si estuvieran en el mismo rango ético– con ex presidentes, alcaldes, ex ministros de Estado, diputados, etcétera.

Si alguna lección se puede extraer de la obra de Saramago es que buena parte de ella muestra el espanto de ciertos mecanismos que el poder usa para sojuzgar al prójimo. Por eso pone al desnudo el discurso de nuestros políticos de siempre, que se sustenta en el engaño. ¿Puede alguien imaginar la incomodidad de Saramago cuando lo sientan con esos que se llenan la boca con la palabra democracia y que se creen los dueños de la verdad? ¿Qué habrán pensado los políticos, y los que persiguen sin descanso el poder, cuando le oían decir que nosotros somos una transición aún no completa entre el mono y el ser humano? ¿Qué oyeron ellos cuando atacaba las formas de la corrupción y la impunidad? ¿Entendieron algo de lo que para Saramago es la democracia? ¿Pudieron contestar la opinión del Premio Nobel acerca de los políticos de nuestro tiempo? ¿Es que leyeron algún día a Saramago o adquirieron uno de sus libros solo para que el célebre autor lo firmara?

Nadie hay, en nuestro país, con menos autoridad para acompañar a Saramago que los políticos de siempre, enamorados del poder para el envanecimiento personal, de su partido político o de su grupo dominante. De su obra, ¿no cuestiona el Manual de pintura y caligrafía los modos en que se construye la supuesta verdad, incluso la verdad social, la del poder? ¿No nos enseña El año de la muerte de Ricardo Reis que la persona es inestable, y que todos vestimos una máscara? ¿No es El Evangelio según Jesucristo una agobiante metáfora de cómo el bien y el mal están interconectados, y que son parte de un mismo plan? ¿No es el popular Ensayo sobre la ceguera una alegoría de la incapacidad del poder para ver la verdad de cada uno? ¿No es el magistral El cuento de la isla desconocida una sabia metáfora acerca de lo imposible que es tener un buen gobierno porque el mandatario acaba desentendiéndose de las peticiones de sus gobernados?

La estadía de Saramago ha sido un evento cultural iluminado por el espectáculo y el marketing. Parece que no había alternativa a esto. Pero se hizo evidente que todo aquel que ha utilizado la fuerza del poder para afirmar su vanidad personal, para ejercitar su autoritarismo sin más, para calumniar, para timar a sus seguidores, para hacer ofertas inviables, debería por lo menos acercarse con vergüenza a los libros de Saramago, pues leer exige la lectura de la obra a base de la propia vida. Saramago halló en Ecuador un público ávido y numeroso, pero, ¿cuántos han entendido el desconcertante mensaje de su literatura? Pobre Saramago, que estuvo cercado precisamente por aquellos contra quienes lucha en sus novelas.