En un episodio más de lo que ya se ha convertido en cadena latinoamericana, Haití acaba de resolver en las calles los problemas políticos. Anteriormente fue Ecuador –en dos ocasiones–, después Paraguay, más tarde Argentina y, hace escasos cinco meses, Bolivia. Con las correspondientes diferencias y especificidades, se pueden identificar tres constantes en todos esos casos. En primer lugar, insatisfacción de la población con gobiernos que no fueron capaces de cumplir con sus ofertas de campaña, especialmente en el plano económico y social, en un marco de deterioro de las condiciones de vida. En segundo lugar, acusaciones –y en algunos casos evidencias– de corrupción en las esferas gubernamentales, que extrañamente provocaron más rechazo al engaño que una postura ética frente al manejo de los recursos públicos, como lo mostró la ausencia de procesos en contra de quienes fueron acusados. Finalmente, en todos ellos se arreglaron las cosas para forzar salidas aparentemente constitucionales, de manera que se mantuvo la formalidad a pesar de que las bases de la democracia habían sido demolidas.

Dos interrogantes surgen frente a esta corriente que amenaza continuar en el continente. El primero tiene que ver con la capacidad de los sistemas políticos para resolver los problemas de pobreza, injusticia en la distribución del ingreso y en general para asegurar el bienestar de la población. Es evidente que los fracasos de los gobiernos en ese sentido se desprenden de decisiones erradas, en las que les cabe alguna responsabilidad a los organismos internacionales de crédito, pero que dependen en última instancia de quienes están a cargo de la conducción interna. Por consiguiente, hay un tema no resuelto de gobernabilidad, en el que tiene tanta responsabilidad el gobierno del momento como el resto de actores políticos. Pero también se origina en defectuosos diseños institucionales que contribuyen a corporativizar la política, con lo que los gobiernos terminan recluidos al estrecho marco que establecen poderosos grupos de presión que imponen sus intereses por encima del conjunto de la sociedad. De ahí la baja capacidad de respuesta política para los problemas básicos de la población y la creciente insatisfacción con el desempeño de la democracia.

El segundo hace relación a los procedimientos utilizados para enfrentar esos problemas. En todos esos casos, y a pesar de los parches de última hora, la acción hizo volar por los aires cualquier vestigio de institucionalidad democrática y de Estado de derecho. Con excepción de Haití, donde hubo una guerra civil, en los otros países bastó con que un sector de la población se movilizara en ciudades y carreteras para echar abajo al gobierno y al ordenamiento constitucional. De ahí en adelante, la instauración de democracias callejeras ha colocado al continente en una situación de permanente riesgo, en la que es imposible tener la mínima certeza sobre cosas tan obvias como la duración de los periodos de los mandatarios y los mecanismos de reemplazo. Quedan flotando las dudas sobre cuánta pobreza y cuánta corrupción puede soportar la democracia y qué número de personas movilizadas requiere su versión callejera.