Para liberar a los restantes 2.700 millones de su miseria material, necesitamos comprender el impacto que está teniendo y que tendrá el emergente sistema de creación de riqueza basado en el conocimiento. 

La pobreza es, supuestamente, enemiga de todos. Virtualmente todos los gobiernos en el mundo aseguran que están tratando de eliminar la pobreza. Y no solo los gobiernos. Miles de ONG recolectan dinero para salvar niños hambrientos, purificar agua en las aldeas, llevar atención médica al campo, proveer microcréditos y ayudar a los pobres en toda manera concebible. Piadosas resoluciones antipobreza emanan de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras agencias internacionales. Entre 1950 y 2000, más de un billón de dólares fluyeron de los ricos del mundo a los pobres en la forma de “auxilio” o “asistencia para el desarrollo”. Miles de reuniones y conferencias se han dedicado al problema. En el curso de estas décadas, decenas, sino cientos de miles de expertos volaron hacia remotas regiones del mundo para proveerlas de asistencia técnica, y una enorme y multimillonaria “industria del auxilio” ha aparecido.

Aún así, actualmente casi 2.700 millones de seres humanos -más o menos la mitad de la población humana- sigue viviendo todavía con el equivalente de dos dólares diarios o menos. Lo que resulta realmente sorprendente -además del fracaso por acabar con la pobreza global luego de medio siglo de intentos- es el increíble éxito que estos números reflejan si los analizamos en reversa. Imagine que somos ciudadanos del siglo XVII y que se nos ofrece un boleto para viajar por el tiempo hasta el siglo XXI. Lo que podría sorprendernos al llegar no es lo pobre que resulta la raza humana, sino lo increíblemente rica que se ha vuelto: tan materialmente rica, de hecho, que 3.600 millones de personas viven por encima de la línea de la pobreza.

Esto habría sido inimaginable hace 350 años, en la alborada de la era industrial, cuando la población total del mundo era apenas la doceava parte y cuando casi todos eran increíblemente pobres. Según el historiador Fernand Braudel, en la región de Beauvais, en Francia, en aquel tiempo, la tercera parte de los niños moría cada año. Solo cerca del 60% llegaba a los 15 años. Y no solo en Francia. Durante 10.000 años, apenas una muy pequeña fracción de la población del mundo vivía por encima de la línea de la pobreza. Si la raza humana pudo terminar con las penurias casi universales y hacerlo con rapidez -tres siglos y medio son solo un parpadeo en el tiempo- ¿por qué no hemos podido concluir la tarea de eliminar la pobreza global? Seguramente no es por falta de planes, declaraciones y manifiestos.

¿Podría ser que realmente no queremos hacerlo? ¿O que un mundo sin pobreza es aterrorizante para quienes desean mantener el equilibrio actual del poder regional global? ¿O para los ambientalistas, que se preocupan porque el progreso material necesariamente amenace la sustentabilidad ecológica? ¿O son los grupos religiosos, que denuncian la pobreza pero consideran la atención al “materialismo” como una amenaza para la fe? ¿O la “industria para la reducción de la pobreza”, en sí misma, cuyo mercado se acabaría si hubiese menos pobreza (un destino no muy diferente al de la industria farmacéutica si no hubiera enfermedades)?

Para algunos, la cuestión no es “¿por qué?” no hemos ganado la guerra en contra de la pobreza sino “¿quién tiene la culpa?”. Aquí encontramos al elenco acostumbrado de supuestos villanos. Corporaciones multinacionales. Trilateralistas. Amigos capitalistas. Todos los capitalistas. Banqueros privados. Imperialistas. Los hombres de Davos. Los sobrepobladores. Los ancianos pensionados. Los políticos corruptos. Y así interminablemente. Este escrito no pretende minimizar la agobiante pobreza en el mundo, que provoca que, incluso hoy, más de 10 millones de niños pequeños en los países pobres mueran cada año; que familias enteras, generación tras generación, rebusquen en la basura su supervivencia; y que el agua no sea potable y los doctores inalcanzables. Esa clase de pobreza en la que el hambre y la enfermedad rondan cerca y la muerte llega pronto.

Pero pudiese haber llegado la hora de dejar a un lado tanto el cinismo como sentimentalismo, así como las obsoletas asunciones sobre las cuales se basa la teoría económica. Vivimos en un mundo nuevo, que cambia a mayor velocidad que nunca, y muchas de las reglas de la era industrial del “desarrollo” ya no tienen aplicación, si alguna vez la tuvieron.  Para liberar a los restantes 2.700 millones de su miseria material, necesitamos comprender el impacto que está teniendo y que tendrá el emergente sistema de creación de riqueza basado en el conocimiento.

Esto va mucho más allá del tema del abismo digital. ¿Cuánto ha movido la industria de baja tecnología a los países pobres desde las naciones que ya están en transición del industrialismo a una economía basada en el conocimiento?¿Cuántos empleos se transfieren desde la manufactura? Sabemos que, según los estándares del mundo rico, estos empleos pagan salarios mínimos por largas horas bajo condiciones aterrorizantes. Pero millones de campesinos no seguirían llegando a ciudades de todo el mundo, desesperados por obtener un empleo en esas fábricas de bajos salarios, si no pensasen que estarán mejor que quedándose en sus tierras. ¿Cuántos de estos empleos se perderían si los activistas del mundo rico, con buenas intenciones y bien alimentados, ganaran su propuesta de establecer estándares salariales más altos en las Indonesias y Perús del mundo?

La transferencia de empleos fabriles a México, China y otras naciones ayudó a esos países a industrializarse, es decir, a construir su sector de la segunda ola, siguiendo el camino tradicional hacia el “desarrollo” o la “modernización”, incluso cuando Estados Unidos hacía avanzar su sector del conocimiento de la tercera ola.  En la actualidad, sin embargo, no solo se trasladan los empleos de las fábricas de la segunda ola. Los trabajadores del conocimiento de la tercera ola -programadores, analistas financieros, contadores- comienzan a ser reemplazados por trabajadores del conocimiento en India y otros países, ayudando a estos países a avanzar tecnológica y gerencialmente.

Las tendencias no avanzan indefinidamente, y al hacerse la mano de obra un componente más y más pequeño del costo general en las industrias de la tercera ola, las contrataciones externas de personal pudieran perder ímpetu. Pero la práctica ya ha ayudado a que arranque el sector del conocimiento en países que todavía no habían completado su industrialización, y que pudieran nunca tener que hacerlo.
 
(c) The New York Times News Service