Alguna vez de un tiempo que ya no existe más, como cuando dice García Márquez, todos éramos jóvenes, observé una obra de títeres que se llamaba Pinocho y la bruja granuja. Fue en un barrio de calles con más polvo que tierra, de casas tristes y grises debido al polvo que se pegaba en las paredes.

Los niños corrían alegres hacia un pequeño teatrino cerca de la calle 11 y Pancho Segura; en tanto los mayores jugaban pelota con arcos hechos de piedra; y, las botellas de cerveza y otros refrescos se amontonaban en las aceras. Eran jornadas que organizaban el Centro Cultural del Guasmo y Barricaña por alguna fiesta de Guayaquil. Ahí estaba Guillermo Álvarez atrapando a todos, con su voz que viajaba por entre los personajes lentamente, sin prisas, como quien desea permanecer largo tiempo en la memoria de los seres, para que nada ni nadie lo borre.

Ahora él tiene 51 años y la vida ya no es la misma. En el café Barricaña (Víctor Manuel Rendón y Seis de Marzo) me recibe para hablar sobre todo de sus títeres. La voz de Guillermo sigue lenta, como a su manera. Es como si nunca tuviera prisa por llegar a ningún lado. Una voz que parece de otra época en estos tiempos de tanta rapidez; tanto, que incluso cuando ríe es como si lo pensara mucho.

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Él habla y en sus palabras están contenidos sus 30 años caminando por el arte. El recuerdo del taller de arte popular Raíces en el Cristo del Consuelo (barrio del suburbio oeste), sus primeros intentos con el teatro, la marimba La Catanga, la danza, las artesanías. Doce años se fueron con todo eso, de fundador pasó a intérprete, siguió de director y luego llegó a burócrata. “Con tanto papeleo me convertí en un burócrata, yo quería ser artista y viajar; renuncié y me fui por mi camino. Luego me dediqué a los títeres unipersonalmente”.

Lo dice trayendo las palabras del pasado, pero las ideas están muy presentes. Escribir obras de títeres, explorar en la construcción de muñecos, seducir con las marionetas, enseñar a los niños, sugestionar para bien. Esas pequeñas libertades que tanto le han costado y le cuestan todavía. La primera función la hizo con el grupo Raíces. Una ventana de una casa maltrecha en el mismo barrio Cristo del Consuelo, les sirvió como propósito. Los chicos llegaban de calles lejanas para observar gratis el espectáculo.

Ese tiempo se fue, pero Guillermo por entonces ya  sabía el impacto que causaban en los niños, tal como lo asegurara la española Ángeles Gasset, familiar del filósofo Ortega y Gasset. “Los títeres tienen un poder de sugestión fenomenal. Incluso llegué a tener miedo de ese poder de sugestión”. El títere nunca pierde vigencia y siempre logra interactuar con los chicos. Y en medio de la tarde que se marchaba con una canción de Julio Jaramillo, continuó con la historia de la fundación hace 18 años del Arlequín, su propio grupo. Los viajes por Argentina, Colombia, Perú y Chile, siempre con la excusa de seminarios para conocer los grandes secretos de los títeres o curritos, como los llaman en España.

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Esos viajes en los que comprendió que este arte, que muchos consideran menor dentro del teatro, tiene fantásticas posibilidades aplicado en  la educación. También en estos años han pasado diez seminarios-taller dirigidos a maestros de educación parvularia y primaria, que el artista ha dictado generalmente en la Casa de la Cultura del Guayas. En ellos 500 educadores han adquirido conocimientos para convertir el aprendizaje y el estudio en una forma de diversión. Guillermo trae ahora otro seminario que empieza mañana. Él se desvive porque los profesores consideren la posibilidad de enseñar a través de los títeres. “No es lo mismo un maestro con una regla al frente depositando conocimientos, que alguien atrapando a los chicos con la magia de los títeres”. Afirma muy seguro.