Se utilizan bolas de acero. Se practica en El Ejido y en el sur de Quito.

Jorge Cavero utiliza con elegancia su corbata azul. Con ella se ve formal tras del volante de su buseta de la línea Marín-San Carlos. Pero como el motor falla, tiene un día libre inesperado. Quiere visitar a su madre. Toma un bus en calidad de pasajero, y se ve a él mismo ayudándole a su madre a vender los platos típicos que inundan de un escandaloso olor al parque de El Ejido, en el límite psicológico que separa al Quito antiguo del moderno.

Al llegar, Jorge ve a don Luis Antonio Tipán al borde del gran rectángulo sobándose la rodilla con la mano derecha, mientras que con la otra sostiene una maleta verde que contiene esferas de acero. Jorge apenas saluda con su madre y se acerca al anciano, a quien llaman El señor de los cocos. El cabello incorruptiblemente blanco de Luis Tipán delata sus 84 años, tiene una nariz ancha y se refugia en una mirada furtiva.

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El anciano sonríe cuando Jorge le da $ 0.50, y toma dos esferas de la maleta. Su cliente se quita la corbata y está listo para jugar. Pocos tienen esferas y las alquilan a Tipán. En el rectángulo están José Rea y Ángel, hablan en señas. Jorge tiene 28 años, es de los pocos que no dejan atrás este juego del que no hay muchos practicantes. Se une a ellos.

Los jóvenes que van a pasar las tardes en el parque de El Ejido prefieren ver el ecuavolei. Los espectadores de los cocos son jubilados de leva, boina y zapatos empolvados. Ellos mantienen el equilibrio con la pierna derecha, y envían la esfera que rueda luego que estiran el brazo. Como en las canicas, los rivales tienen que esquivarse entre sí hasta que llega el momento de acertarle al rival. Tipán rememora sus tiempos mozos, cuando era campeón. Les dice que les falta para ser grandes jugadores, y lamenta que el deporte no tenga cultores.

José Rea es el albañil de la gallada. Solo cuando Jorge se une al juego puede hablar. Ángel se dirige con su ancho rostro expresivo. Pero no mueve los labios. Jamás Ángel ha pronunciado palabra, es mudo. Nadie sabe su apellido, solo saben que va por allí a jugar. Antes de despedirse, hace una seña. Parece decir: “Mañana nos vemos aquí mismo”.

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José Rea asiente, pero no Jorge. Sabe que tendrá que ponerse nuevamente la corbata y trabajar en la buseta. Para el siguiente día solo habrá dos jugadores de cocos: el tiempo le gana la batalla a este deporte que habría desaparecido si don Tipán  no regresara día a día con la maleta verde.