La tentación  surgía cada noche, cuando apagaba el televisor luego de intoxicarse de películas en el cable o luego de perderse en las páginas del libro que leía. El teléfono convencional junto a su cama, en una de las mesitas de noche, era una amenaza, una presencia insoportable, una invitación al vacío.

Parecía lógico, sonaba honesto: llamarla, decirle lo que sentía, pedirle que volviera, lograr una conversación fluida, acordar una cita conciliatoria lo más pronto posible... Pero quizás no era ni lógico ni honesto. ¿Qué derecho tenía de llamarla después de haber destruido las escasas certezas que ella tenía acerca de él? ¿De qué manera intentaría borrar de la conciencia de ella todos los dolores que él le produjo? ¿Cómo decirle que ahora sí estaba listo para finalmente dejar atrás todos los pasados y presentes? ¿Cómo convencerla de que la relación futura será transparente?

Entendía que no era lógico ni honesto, sin embargo una energía indescifrable lo empujaba a intentar de nuevo el acercamiento, a buscarla otra vez y tomar una decisión definitiva. Pero no estaba seguro de lo que significaba la palabra “definitiva”. No estaba seguro de muchas cosas: de que ella podría quererlo para siempre, de que él podría quererla para siempre, de si era verdad aquello de que alguien pueda querer a una persona “para siempre”.

No entendía lo que era la felicidad, seguramente porque de niño no la había vivido o, simplemente, porque es una utopía. Escuchaba con incredulidad cuando alguien decía que era feliz.  En el fondo quería escapar de lo que lo atormentaba: estaba convencido de que una fuerza superior lo había condenado a la terrible sentencia de seguir la misma trayectoria afectiva de su padre: inestable, extraviado en la frontera invisible entre sus intermitencias afectivas y  los deseos urgentes de llenar sus vacíos. La condena parecía empujarlo a ser protagonista de todo aquello que tanto criticó.

¿Alguien podría entenderlo? Quizás no, porque él nunca había sido explícito, locuaz ni preciso cuando le preguntaban cosas, cuando se quería ahondar en su personalidad y sus recuerdos.  Llamarla, decirle todo lo que sentía, pedirle que volviera, lograr una conversación fluida, acordar una cita conciliatoria lo más pronto posible. Tomaba el auricular despacio, casi temblando, y empezaba a marcar. Pero llegaba solo hasta la mitad del número y colgaba. A ratos le parecía que lo cercaba una manía o una obsesión de la cual un día cercano ya no podría escapar.

Junto al teléfono indiferente, él no podía dejar de recordarla: cualquier instante, cualquier escenario, cualquier hecho –un programa de televisión, la llamada de una amiga común, la lectura de la página de alguna revista, el escaparate de un almacén de regalos, una película vieja que la volvían a pasar en un canal– parecía conspirar contra su resolución de no volver a llamarla, de dejar de herirla, de evitar lecturas equivocadas de la realidad, de su realidad.

Al despertar, sentía la sensación de una pesada resaca, de un insólito chuchaqui. Pero la llegada de la mañana le permitía huir de sí mismo. Asumía el día de la manera más pragmática posible y guardaba en la desmemoria sus proyectos nocturnos y sus ansiedades telefónicas.