La condición del hombre es trabajar. Su destino es sudar la gota gorda. Es decir, fatigarse para hallar alimento y subsistir en este mundo. Toda esta molestia es consecuencia de la desobediencia de nuestros primeros padres. Así lo relata el Libro del Génesis: “Al hombre le dijo: Por haber escuchado a tu mujer y haber comido del árbol del que Yo te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga sacarás de ella el alimento por todos los días de tu vida” (Gen. 3,17). Por eso, todos tenemos que trabajar.

Mas, actualmente escasea el trabajo en casi todos los países del orbe. Por conseguir una ocupación muchos compatriotas han emigrado a otras naciones de América, Europa y Australia. Así como hay peruanos que ahora están pendientes del sueño ecuatoriano. Vienen acá porque son mejor remunerados que en su Perú. Es la lucha por ganar el dinero con el que puedan alimentar a su familia, a veces con algunos miembros, pagar el arriendo, educar a la prole y vestirse. Esa es la pura realidad.

Por esta verdad enerva el espíritu cuando ciertas autoridades, en vez de fomentar el trabajo, lo atacan, pues a causa de conocidas disposiciones numerosos choferes, excepto algunos, se ven precisados a dejar el volante de su taxi por cuanto no tienen dinero para adquirir el taxímetro de punta que se les exige. Por esto, se han rebelado hasta solicitar el recurso de amparo y la intervención del Defensor del Pueblo. A todo lo cual parece que los conductores no han tenido respuesta favorable.

Mientras de una parte están empeñados en vender aquellos taxímetros, quizá para que se cumpla aquella sentencia: los ricos se enriquecen más empobreciendo más a los azotados profesionales del volante, a los que se les han exigido cursos para uno u otro objetivo, gastando tiempo y dólares, además de pagar el mensual a su respectiva cooperativa. Otros, los hijos de los taxistas, están angustiados porque su papá no lleva a la casa el dinero necesario. ¿Y si el taxista solamente alquila el auto?

Los progresos de una urbe son bien recibidos. Pero, cuando por concurrir a ello se hiere el vientre de un sector de ciudadanos, entonces hay que detenerse un poco. Se desea establecer ciertos adelantos educando solamente a los choferes y descuidando la educación de los usuarios. Menciono esto porque a la mayoría de los pasajeros no les gusta el funcionamiento del aparato porque están convencidos que el conductor les va a llevar por ciertas calles –en su opinión– para que marque una mayor cantidad.

Así vemos a correctos taxistas que prenden el taxímetro y enseguida no falta algún usuario –casi todos– que dice: “¡Apague esa majadería!”. Pero, señor, o señora, es una orden que tengo que cumplir. Y ciertos usuarios le replican: “¡Entonces, me bajo!”. Otros usuarios cuando miran al taxímetro le dicen: “¿Por qué quiere dar esta vuelta innecesaria?”. Les responde: “Porque por esta vía hay mucho congestionamiento”.

“¡Sabido, por sapo es que me lleva por esta calle!”. Por eso hay que educar también a peatones y pasajeros. Pero, para obtener que se eduquen –se dijo en un curso– pasarán 500 años más. Todo esto además de cierta competencia desleal.