En una reunión,  una señora embarazada de su segundo hijo y el primero de su segundo matrimonio, comentaba su felicidad. Luego de una y otra cosa, me confiesa que algo le preocupa. Los amigos de su esposo, quien también tiene un divorcio a cuestas, no los hacían partícipes de ciertos acontecimientos pues al no estar eclesiásticamente casados, Dios no bendice su unión. Esos “amigos” estaban ahí junto a sus esposas. A ellas las pude oír cuando comentaban cómo sintieron el regocijo por presenciar en Roma un acto de santificación.

Profesionalmente me tocó conocer el despido que le hicieron a una educadora de párvulos. A mitad del año escolar y con altas calificaciones en su desempeño laboral, sus superiores supieron que ella no era casada por la Iglesia. Presenté el   reclamo. Invoqué la Constitución ante los miembros del directorio, que en su mayoría eran abogados. Ni siquiera contestaron. Le dieron la  espalda a los principios jurídicos con los que fueron formados y, en nombre de Dios,  cerraron los ojos ante la injusticia.

Debo de suponer que estas personas, buscando quedar bien con Dios, eligen un camino religioso que les reserva incontables satisfacciones íntimas. ¿Pero qué sucede cuando dichas complacencias espirituales ofenden la dignidad del prójimo? ¿De dónde han obtenido esa autoridad para sentirse árbitros de la condición humana? ¿Será que Dios está gustoso de ser el motivo de estas exclusiones?

Apuesto que no. El Dios en quien yo creo no tiene  forma de inquisidor, sino más bien, alguien que no promulgó otra cosa que la supremacía de la calidad humana, confeccionada de tal dignidad absoluta, que hasta Él mismo se convirtió en ella.

Pero, si el afán es complacer a Dios, ¿qué es más adecuado? ¿Llamarse hijos “obedientes” de Dios? ¿O comportarse como humanos?

Me quedo con lo segundo. Con el reto que implica “ser” humanos. Un don que como dice Marena Briones V., no es otra cosa que “... el don de ser héroes y de ser santos, aunque hasta allí solamente lleguen unos cuantos elegidos. Tenemos el don de encarnar la maldad suprema y de descender hasta la sima de casi cualquier abismo, aunque hasta allí llegue una especie diferente de elegidos. Y –trátase de la mayoría– tenemos el don de ser básicamente seres humanos, ni necesariamente héroes o excepcionalmente santos, ni fatídicamente demonios o almas perdidas; simple y llanamente humanos, serios aprendices de nuestros propios y compartidos pasos, constructores generosos de nuestras propias y enlazadas vidas, tesoneros armadores de nuestras propias y comunes naves...”.

Si pudiéramos ser así de humanos, si lográramos superar nuestras diferencias religiosas y aprendiéramos a ser simplemente personas. Ni santos, ni demonios.

Sencillamente satisfechos en ser iguales condiscípulos en el aprendizaje de esos pasos compartidos y en esas vidas entrelazadas; y, si para ello, no nos importaría ensuciarnos si es preciso. Estoy segura que sería un buen comienzo. O por lo menos, con ello bastaría para convivir con menos violencia.  El resto, vendría por añadidura.