Camina de un lado hacia el otro. Una y otra vez. Otra y una vez. Se asoma brevemente a la ventana y ve cómo todo su rededor está poblado de fuerzas públicas y militares, por si las protestas indígenas se desbordan y llegan hasta ese edificio.

Pero mirando desde adentro, ese intenso resguardo armado, hace surgir un subliminal sentimiento de enclaustramiento.

De confinamiento. Presidio de ideologías, de integridades.

De pasados gloriosos y presentes y futuros inciertos.

Se decide a salir pero, sin embargo, no sabe a dónde ir. Sus ex coidearios que lo levantaron en hombros en otrora gloriosos tiempos de candidaturas y presidencias del Congreso, son ahora los más iracundos opositores al gobierno al que ahora él se debe. Y los actuales mayores aliados de su gobierno, en cambio, son sus felinos y tradicionales rivales políticos, con los que no le queda más que mantener cordiales relaciones. Al menos, de dientes para fuera.

Sus más recientes contertulios políticos, que estaban en buen camino de convertirse en aliados, ahora también están enardecidos por un ataque, aún indescifrado, contra su máximo líder de poncho y alpargatas. Balazos que acabaron con meses de trabajo de diálogo y concertaciones en los cuales, para honrar a sus ancestros, el Ministro incluso concedió en sacrificio a un intendente que los indígenas tenían entre ceja y ceja.

El Ministro comprende entonces que está solo. Tres de sus cuatro costados son incómodos para él. Solo le resta uno, ingresar a Carondelet y aproximarse al Presidente, de quien, en teoría, es el principal colaborador. Pero justo cuando va a atravesar la puerta principal, se detiene y medita, cómo reaccionar si en el asiento que le corresponde como Premier encuentra sentado a Napoleón Villa, Renán Borbúa, Gilmar Gutiérrez, Rodrigo Braganza, o incluso, al inmolado ex intendente Fabián Villarruel.

Todos, paradójicamente, con arrestos y convicciones suficientes como para creerse más digno que él, de esa cercanía. Todos, incluso, con la venia del jefe.

Pero, ¿de qué hablar? ¿Con quién? Si cuando él quiere abordar el tema de las  concertaciones, el principal son las confrontaciones. Variadas y para todos los gustos. Con el diputado Haro, con los indígenas, la Izquierda Democrática y todo aquel que insinúe algo en contra de la argollacracia.

Si cuando él quiere restablecer los vínculos con los indígenas, de pronto fuerzas oscuras atacan a bala al principal dirigente de la Conaie. Y mientras él visita los medios para bajar el tono del debate sobre las acciones del gobierno, voces roncas y misteriosas llaman a los conmutadores de periódicos, radios y canales de televisión a advertir que si no se callan, tendrán problemas. Si cuando parece que se levantarán puentes de diálogo, en realidad se opta por levantar tarimas.

El ministro Raúl Baca se da cuenta entonces, por enésima vez en su corta participación en el gutierrato, que está solo. Que no logra descifrar los idiomas que se hablan en esa Babel en que se ha convertido Carondelet. Que su principal capital político, su trayectoria, está en juego en ese laberinto.