Un hombre con fe es José Saramago. La suya es una fe en el ser humano y me atrevería a decir que inclaudicable, insobornable, por encima de todo recelo y sospecha.

Lo descubro en su voz de autor, en sus palabras de escritor que sin cesar trabaja una obra que, en lo ya publicado, asombra y seduce por su profundidad y veracidad, por su rigor de escritura y su imaginación siempre fresca.

En Saramago no hay distancias entre el ser y el escritor: son uno mismo, y si debiera ser siempre así en la literatura y las artes, sucede que a veces se trata de verdades distintas y desilusionantes para un lector o espectador.

Un hombre con fe es un hombre de creencias que se afirman en una verdad que en lo fundamental es ética, pero que es o puede ser también social, política, artística, como sucede en este escritor cuyos textos la proclaman en versión de novela, cuentos, ensayos, diarios.

Sin embargo, no es la suya una fe sin embates o enfrentamientos que hasta pueden ser dolorosos o desgarradores. Porque siendo su fe en el ser humano la aceptación de la verdad que son las múltiples voces con que este ser se expresa, sabe, también, que esas voces pueden ser oscuras, sombrías, tortuosas como los caminos que emprendemos o abandonamos en una búsqueda parecida a un destino.

Tener fe es casi un milagro en este tiempo en que estamos condenados a testimoniar y no solo mirar lo que ocurre en el mundo y en nuestra propia casa. Es un acto de reconocimiento y de permanencia que una y otra vez nos convoca a interrogarnos, retándonos. Es desafío contra nosotros mismos, contra nuestra conciencia, nuestro hacer y dejar de hacer cuando unos pueblos sufren, padecen o mueren bajo la ambición o el desprecio de otros.

La fe de Saramago es la que tienen los personajes de Alzado del suelo, de El año de la muerte de Ricardo Reis, de El evangelio según Jesucristo, de Historia del cerco de Lisboa o de Ensayo sobre la ceguera, de Manual de pintura y caligrafía o de La caverna, historias en que sus seres de ficción tienen la consistencia y sabiduría de los hombres reales.

Con ellos comparte Saramago para, por su intermedio, compartir con nosotros una lección de vida que es una celebración de la vida. Por eso, pienso, el menor de sus personajes tiene algo que decir que interesa a los demás, y por supuesto a nosotros en la medida en que el mundo es su solo espacio tutelar y de realización de lo humano y el hombre conciencia viva de este mundo.

Es esta relación la que está presente en su obra como ficción y realidad de existencia. Puede parecer que no esté visible en algún argumento desarrollado y que pensemos que su validez es, por tanto, unidireccional. Lo está, sin embargo, pues es parte de su fe moral y de su creencia ética.

Poseer una fe es también distinguir entre los seres humanos.
Saramago lo ha hecho condenando lo que piensa condenable, censurando lo que debe censurarse. Su voz, entonces, se ha mostrado inquebrantable como su palabra y crítica consigo mismo. Es que esa voz-palabra, reveladora de su verdad, es también la reveladora de su conciencia de hombre, por sobre todas las cosas, libre.