Andamos en busca de algo que no se halla en la piel. Una encuesta entre cinco mil lectoras de True Romance descubrió que el 68% de ellas  prefería los besos y abrazos a hacer el amor. Besos que damos mientras hablamos, puntuación del erotismo, secretos que vuelan de boca a boca, labios que se deslizan hacia el oído para sepultar en ellos secretos indecibles, coma, punto, signo de interrogación, admiración, aun cuando el amor ignora las sutilezas ortográficas. Cuando besamos los ojos, anhelamos abarcar paisajes del alma. Sobre párpados cerrados sembramos la noche que todo oculta. El tremor no inquieta, la ternura apacigua, se da sin pedir nada. El primer beso, torpe, emocionante, inocente, sueña con descubrir la geografía del cuerpo; se vuelve intenso el último cuando se cierra la puerta del avión, del tren, del auto, de la vida misma, cuando clausuramos los ojos del ser amado.

Besamos porque las palabras no bastan. Optamos por el silencio mientras las bocas sellan sobres intraducibles. La complicidad nos convierte en activistas del afecto. Creo que la más hermosa frase al respecto es aquella de Humphrey Bogart a Gloria Graham en la película In a lonely place: “ Nací cuando me besaste. Morí cuando me dejaste. Viví unos pocos días mientras me quisiste”. Quienes besan se beben el alma, inventan pócimas extrañas: desaparece por milagro lo que se agita alrededor. Olvidamos que la boca fuma, respira, escupe, come, bebe. Es parte de la magia. Si no fuese así, el amor se volvería insostenible. Linda Mc Cartney dijo: “No creo que pueda besar a un hombre que coma carne”. ¿Y por qué buscamos la boca? Pues, por la sencilla razón de que aquello suele obligarnos a cerrar los ojos. Según una encuesta de Gallup (1992) solo el 8% de las personas mantiene los ojos abiertos mientras besan.

Los besos saben a mil cosas extrañas: tabaco rubio, menta, cereza, lápiz de labio, lágrimas tal vez. Hay besos de dulce, otros de sal, besos exultantes, otros que inspiran ganas de morir en lánguida cámara lenta. Asoman Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Dafnis y Cloé, en el más sencillo de los romances. Morir de deseo puede ser rima para el deseo de morir. Besar a una mujer que lleva lentes cuando uno también los usa, es como chocar copas a la hora del brindis. El vino tiene tanto que ver con aquello. Puede trastornarnos aquella huella roja, fruncida, que dejan en el borde de la copa los labios de una mujer. Eva estampa la firma de su boca al final de una carta, en la esquina del espejo. El “labiógrafo” es su marca, su rasguño. Hay besos que aletean, aves enloquecidas, otros que se mueven lentamente en el estómago, enormes mariposas; besos como aquel de Dante en su Divina Comedia: “Quien nunca se separará de mí, tembloroso besó mi boca”. Tal vez podamos concluir con los versos de Unamuno: “Besos que vienen riendo, luego se marchan llorando. En ellos se va la vida, la que nunca más volverá”.