Hoy nos brinda el evangelio de la misa, con sus cuatro bienaventuranzas y sus cuatro exclamaciones antitéticas, muchas luces para retocar nuestra conducta. Porque descubre unos vicios muy comunes en la humanidad de todo tiempo: la avaricia y el apego a los bienes de este mundo, el excesivo cuidado del cuerpo, la gula, la alegría necia y la búsqueda de la propia complacencia en todo, la adulación, el aplauso y el afán desordenado de gloria humana.

Pero ante tantas líneas de mejora, para mi comentario dominguero, debo escoger una luz. Y me inclino por la luz de la primera bienaventuranza (“bienaventurados los pobres, porque el Reino de Dios es de ustedes) y por la luz del “¡ay!” primero (“¡ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo”) (cf. Lucas 6, 17. 20-26).

Comenzaré por advertir que hay dos significados del término pobreza. La pobreza como privación de bienes (o como situación socioeconómica en la que se carece de lo necesario para una vida verdaderamente humana), y la pobreza como disponibilidad del espíritu, como virtud cristiana. Según el primero de los dos significados, la pobreza puede hacer que el pobre sea bienaventurado, que tenga el Reino de Dios. Mas, sin embargo, esta pobreza no la quiere Dios. La puede permitir para lograr mayores bienes, pero jamás la quiere en sí. Lo que quiere Dios al permitir esta pobreza es que luchemos por eliminarla.

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En cambio la pobreza como actitud cristiana, la que supone el abandono en manos de la providencia y que conduce a rechazar cuanto pudiera entorpecer la unión con Dios y con los otros, esa sí la quiere Dios. Es más esta segunda pobreza, la espiritual y voluntaria, es condición para poder luchar sinceramente contra la pobreza en el primer sentido: si no procuro esta pobreza para mí (en el segundo de los dos sentidos) ni siquiera puedo percibir y valorar la situación del pobre en el primer sentido.

Ahora bien, la segunda de las dos pobrezas me conduce a preocuparme “aquí y ahora” por el pobre que carece de lo necesario. De otro modo no amaría ni a Dios ni a mis hermanos los pobres. Pero a la vez, según mi posición y mi capacidad, me obliga a procurar eliminar las estructuras de la sociedad que facilitan la pobreza en el primer sentido. Porque, con palabras de San Josemaría Escrivá, “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuercen por aliviarlas no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del corazón de Cristo”.

Todo ello sin abandonar ni los deberes familiares, ni los profesionales. Porque cuando los cumplo con amor a Dios y perfección humana, estoy contribuyendo, quizás mejor que nadie, a que se arreglen todas las pobrezas y todas riquezas malas. A ello nos empuja el Papa sin cesar. En la primera audiencia general que tuvo al comenzar este tercer milenio, rechazó frontalmente “un culto aislado de la vida, una liturgia separada de la justicia, una oración apartada del compromiso cotidiano, una fe desnuda de las obras”.

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Y citó, para afirmarlo más aún, la exhortación de San Juan Crisóstomo: “¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo abandones si lo encuentras desnudo. No le rindas honores aquí en el templo, para después descuidarlo ahí afuera, donde sufre a causa del frío y la desnudez”.