En otras palabras, se está llegando a la loca identificación entre el pasar y el pasado: lo que sucede es viejo, luego solo es nuevo lo que no ha ocurrido.

Algo demasiado raro está ocurriendo con nuestra percepción del tiempo; o aún peor, con nuestra comprensión. Hace ya mucho que la aceleración generalizada trajo como consecuencia que los hechos recientes nos parezcan en seguida antiguos, y que cuanto cesa se nos convierta en remoto casi inmediatamente después de su cesación. La destrucción de las Torres Gemelas ya resulta lejana, y quizá más todavía la Guerra de Afganistán, que sin embargo fue posterior. Ambos acontecimientos se dieron bajo el mandato de Bush Repetido, que acaba de cumplir solo tres años al frente de la Casa Blanca y en cambio produce la sensación de llevar ahí un par de lustros (esto podría explicarse en parte por tratarse de un poderoso que, como Aznar, en verdad hace pesar cada día: como si fueran fardos sobre el mundo y España, respectivamente, luego nosotros soportamos dos). Pero si pensamos en Clinton, que ya cesó, los mismos tres años transcurridos desde su marcha parecen no lustros, sino decenios. Es como si cada persona o situación que cesa, que deja de tener vigencia, sufriera al instante el efecto de un abismo temporal: en el momento en que es pasado, se ve engullido por este, como si este además fuera un magma que ya no admite los matices ni las gradaciones –pasado reciente, lejano o remoto–; como si cuanto acaba, o caduca, o se para, o prescribe (no digamos si desaparece o muere), fuera trasladado en el acto a una región uniforme y en todo caso distante a la que se llama así, pasado. O más simplemente: cuanto termina es ya viejo o antiguo, por el mero hecho de haber terminado.

Esta extraña ecuación ya no es muy nueva, y por falsa y disparatada que sea, se trata de algo asumido. Más raro aún es que ese veloz proceso de arrumbamiento afecte también a lo que todavía es presente o está, digamos, englobado en él: las Torres Gemelas y Afganistán ya pasaron, pero con Bush Bis por medio, cuya legislatura no ha concluido; o en España es sorprendente pensar que hace solo un año que la gente del cine se hizo eco de que estábamos a punto de participar en una guerra. Da la impresión de que esa ceremonia de premios fue hace siglos, y eso que seguimos leyendo a diario sobre las consecuencias de aquella guerra fraudulenta y aún padecemos al Fardo que nos involucró en ella. Pero la aceleración no se conforma, y he observado que empieza a tragarse, incluso, lo que todavía es presente o lo era hasta un minuto antes. Y así no se puede vivir, francamente.

Los primeros indicios los vi en el deporte, que es muy útil para detectar las tentaciones del mundo. El Real Madrid se pasó treinta años sin ganar una Copa de Europa. Bastó que por fin la consiguiera de nuevo (“la Séptima” deseada) para que se olvidara en seguida y se le reclamara “la Octava”, “la Novena”, y se le exija ahora “la Décima”. He visto infinidad de veces cómo, nada más cruzar un piloto vencedor la meta; nada más conquistar un tenista o un golfista un torneo importante; nada más ganar Indurain su tercer o cuarto Tour; nada más colgarse un nadador o un atleta la medalla olímpica conseguida, lo primero que les decían tanto los periodistas como buena parte de los aficionados (tras una apresurada enhorabuena, si había suerte) eran frases del tipo: “Bueno, y ahora va por más”, o “¿Para cuándo la próxima?”, o “Después de este triunfo, la siguiente prueba ha de ser nuestra” (el patrioterismo vicario siempre presente), sin darles ni siquiera tiempo a recuperar el aliento y disfrutar de esa victoria, lograda tras larguísima preparación y descomunal esfuerzo. Es decir, parece que lo que ya es, por excelente y meritorio que sea, deja de tener interés y ya no vale la pena ni detenerse a celebrarlo, porque –se diría– al ya ser, al haberse dado, al haber acontecido, aunque sea hace un minuto y por lo tanto pertenezca en toda regla al presente, se percibe como pasado. En otras palabras, se está llegando a la loca identificación entre el pasar y el pasado: lo que sucede es viejo, luego solo es nuevo lo que no ha ocurrido.

El síntoma más alarmante, con todo, lo he vivido en carne propia como cualquier otro escritor, cineasta, músico, o persona que simplemente esté activa y haga algo, supongo. El deporte, al fin y al cabo, tiende a la superación constante, al triunfo en cada competición, a la progresión insaciable; su campo es muy singular, pensaría un optimista. Es lo mismo en todos los campos: uno saca una nueva novela, o película, o disco, que a veces cuestan tanto esfuerzo como correr el Tour de Francia y desde luego más largo; y raro es el entrevistador o el “aficionado” que no pregunten muy pronto: “Y qué, ¿qué va a ser lo siguiente, en qué está trabajando ahora, cuál es su próximo proyecto?” A uno le da no sé qué responder lo que le saldría del alma: “Pero hombre o mujer de Dios, deme un respiro; tengo que descansar de lo que tiene usted ante los ojos”. Quizá es que hoy no se concibe, o no se entiende, que las cosas que se consumen lleva tiempo y trabajo hacerlas. O acaso se deba todo a un fenómeno más amplio que afecta a todos los ámbitos, en esta época no de ficciones, sino de farsas: el desdén por lo que existe, y la fascinación por lo inexistente.

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