Observamos, por un lado, la supresión de millones de no nacidos; por otro, vemos alargamientos indefinidos del tiempo de vida de enfermos terminales. En ciertos casos, la defensa encarnizada de la vida de seres queridos deja en la miseria a sus familiares.

Expongo la enseñanza de la Iglesia católica primeramente con un hecho: Wenceslao Rijavek, uno de los nueve sacerdotes eslovenos que colaboraron con el obispo Gavilanes en la tarea de resucitar la Diócesis de Portoviejo, después de 53 años de supresión, cayó gravemente enfermo, como caen los sanos, de un día a otro. Los sobrinos de Wenceslao, que debían regresar a su país a atender su trabajo, preguntaban a los médicos su opinión acerca del tiempo de vida de su tío. En una junta de médicos se hicieron dos afirmaciones: 1ª El mal que aquejaba a Wenceslao era terminal e irreversible; 2ª Las “medicinas” que le administraban, por una parte le hacían sufrir, como se podía observar; por otra parte esas “medicinas” le podían conservar la vida vegetativa indefinidamente. Pedí a los profesionales que estudien nuevamente su afirmación de la irreversibilidad del mal. Cuando me dijeron que no cabía duda alguna, les sugerí, después de conversar con los sobrinos, que cesaran de administrarle esas sustancias que estaban manteniéndole vegetativamente vivo: murió al día siguiente. Los sobrinos antes de regresar a Eslovenia, pudieron ser testigos del funeral más grande del que yo tengo memoria: personas agradecidas llenaron el templo y el parque de Calceta.
Este hecho aclara que la suspensión de un tratamiento, que se demuestra inútil, como en este caso, o es rechazado por el paciente, es muerte digna. El papa Pío XII enseñó que la obligación de curar no exige medios terapéuticos inútiles y desproporcionados. La Congregación para la Doctrina de la Fe reafirmó esta enseñanza en una declaración de 1980 y dejó ya en claro lo siguiente: –Hay que respetar la voluntad de una persona que rechaza, o abandona un tratamiento, porque no le da alivio alguno.

– Es moralmente aceptable suspender o negar un tratamiento a un enfermo en fase terminal, cuando los inconvenientes, por ejemplo, gastos, son desproporcionados a los efectos benéficos. Es también moralmente aceptable proporcionar medicamentos que calmen o disminuyan un grande dolor de la persona agonizante, aunque indirectamente y sin buscarlo, acorten su vida.

El magisterio eclesiástico defiende la vida de toda persona, especialmente de las más vulnerables, pero es ajeno al encarnizamiento terapéutico, que equivale a negarse a reconocer que la persona humana es mortal. El magisterio eclesiástico se opone a la eutanasia, o sea, a actos que provoquen deliberadamente la muerte. La eutanasia es una acción o una omisión deliberada, que busca la muerte de una persona para poner fin a sus sufrimientos; es una ayuda al suicidio. Esta ayuda a una persona para que ponga fin a su vida se realiza deliberadamente, por ejemplo, proporcionándole medicinas, u otro medio para suicidarse. La diferencia parece sutil, pero es profundamente real.