Cansado estaba Pedro. Cansado y contrariado. Mientras lavaba sus redes, buscaba alguna explicación para lo sucedido: “No pescar ni un miserable pez –decía en sus adentros– después de trabajar toda la noche... ¿Tendrá la culpa el lago o la tendrán mis redes?... ¿Me equivoqué al lanzarlas?”.

Las quejas acabaron en cuanto descubrió que una notable caravana se movía por la orilla. Avisó a Santiago y Juan, sus compañeros de trabajo y de fracaso. Los tres pensaron que estarían más seguros embarcados. Recogieron pues las redes y esperaron.

Al ver cómo avanzaba la columna humana, Pedro volvió a sus preguntas: “Tantos hombres y mujeres ¿qué hacen aquí tan temprano? ¿Para qué vienen al lago?”. Cuando la comitiva se acercó lo suficiente, Pedro distinguió a Jesús entre los hombres de vanguardia. Su corazón brincó con el recuerdo de lo dicho por San Juan Bautista sobre la identidad y la misión de aquel humilde carpintero. Jamás había imaginado que tuviera tanta aceptación en tan escaso tiempo.

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Se le ocurrió meterse entre la muchedumbre para escuchar como uno más sus enseñanzas, pero Jesús no dejó pensar cómo llevarlo a cabo. Después de saludarle con cariño, subió a su embarcación y le pidió que la apartara un poco de la orilla. Quería convertir en cátedra de amor aquella veterana barca.

Mientras la muchedumbre se sentó en la orilla, Pedro ocupó un asiento al lado del Maestro. Acariciado por la brisa y extasiado con las enseñanzas de Jesús, no se acordó un instante de la mala noche que cargaba encima. La recordó de golpe cuando el Maestro terminó de hablar y le mandó en directo: “guía mar adentro y echen sus redes para la pesca”.

Pedro no pudo contenerse y protestó: “Maestro, hemos estado fatigándonos toda la noche y nada hemos pescado”. Mas recordando que Jesús pedía, como primera condición para aferrar su Reino, que se creyera en Él, añadió inmediatamente: “No obstante, sobre tu palabra echaré la red”.

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Usted sabe de sobra lo que sucedió después: los peces... dándose empujones para ser pescados; las redes... quejándose de tanta pesca a recoger; los compañeros de trabajo y de fracaso... llenando una segunda barca hasta los topes; las dos embarcaciones... a punto de naufragio por la sobrecarga; San Pedro... convertido en pescador de hombres; y las barcas con los peces... varadas en la orilla.

Todo fue porque San Pedro obedeció a Jesús. Tenía mil razones para no guiar su barca mar adentro y para no arrojar las redes. Mas prefirió fiarse más de la palabra de Jesús que de su propio criterio. El resultado fue la pesca milagrosa y su definitiva entrega a Cristo.

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A veces cuesta mucho obedecer la ley de Dios. Parece que nos manda cosas imposibles: ser fieles al Amor hasta la muerte, no decir una mentira nunca, perdonar de corazón a quien nos quiso mal, etc. Si obedecemos como Pedro, si confiamos más en Dios que en nuestro propio juicio, veremos actuar a Dios con su infinito poder. Y nos arrojaremos a los pies de Jesucristo para repetirle con San Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Cfr. Lucas 5, 1-11).