Ella era un río cuyas aguas corrían al revés. Era misteriosa, enigmática, llena de acertijos. O quizás no de misterios, sino de dudas, desconfianzas, desencantos. O no era, en realidad, todo lo que parecía: simplemente, hacía mucho tiempo que no sentía un abrazo.

Pero nunca llegaría a decirlo. No sabía cómo y luchaba contra esa limitación expresiva. De pequeña fue víctima de una formación esquemática en la casa y en la escuela. Eran otros tiempos, época de tabúes y mitos que pocos, casi nadie, se atrevían a desafiar.

Según la tradición (y su inconmensurable poder conminatorio o persuasivo), según lo que a ellos también les habían enseñado, según los parámetros vigentes,  padres, profesores y hermanos mayores actuaban y se regían bajo normas que hoy podrían encajar en lo   “políticamente correcto”: una vida monótona y en línea recta, ningún sobresalto notable, el colegio, la universidad, el trabajo, el matrimonio, los hijos. El éxito.

Ella no caminó esa ruta trazada por las convenciones sociales. No pudo. O no supo cómo. O no quiso. Un día, que seguramente no recuerda o prefiere no hacerlo, decidió salir de la vía por donde debían transitar ella y  las chicas de su edad.

Con el miedo a cuestas, con la incertidumbre como una amenaza inminente, invadida de un vértigo indescifrable, emprendió la búsqueda de sí misma bajo sus propias reglas, reglas que ella no conocía, que no tenía, pero que las fue inventando y forjando en cada experiencia fallida, en cada desengaño, en cada fracaso, en cada decepción, incluso en los difíciles momentos cuando llegaba a dudar si su opción existencial era la correcta.

A veces, muchas veces, en su intermitente soledad, no podía dormir pensando en ello. Se agotaba y estresaba tratando de discernir qué debía hacer, cuánto de inútil y cuánto de valiosa era su resolución de defender su dignidad y su individualidad, cuánto daño se estaba haciendo como ser humano y cuánto daño estaba haciendo a quienes tenían algo que ver con ella.

En ciertos instantes de debilidad, tristeza o vacío, los prejuicios, la hipocresía y las maledicencias de gente que la rodeaba (esa gente inevitable que espía, que distorsiona, que envenena, que divide, que pone barreras, que siembra desconfianzas, que vive la vida de los demás por su incapacidad de vivir la suya) parecían empujarla a  desandar su camino.

Pero seguía. Sin saber de qué componente de su voluntad extraía fuerzas y energía, no se dejaba manipular por chantajes afectivos ni se derrumbaba cuando el mundo parecía haber construido un muro para cerrarle el paso.

En el hospital donde trabaja desde hace cinco años, pocos conocen su historia.
Por eso, quienes se acercan a ella pueden tener una percepción equivocada acerca de su carácter o su personalidad: si se trata de relaciones de trabajo o amistad, nada íntimo o demasiado cercano, puede abrir un pequeñísimo espacio de su corazón para mostrar su lado alegre, jovial, lúdico y coqueto. Con eso le basta para coexistir e intentar  pasar inadvertida.

El resto de su corazón, amplio territorio salvaje, agreste, inexpugnable, es su mayor secreto. Tan secreto como un río cuyas aguas corren al revés, como una esencia que huele a enigmas y escepticismos, como una gata insólita que se agazapa cuando se la quiere arrullar.