Mucha gente, en nuestro país, no ha descubierto todavía el valor pedagógico de la crítica. Se la siente como una amenaza. O se la practica como una agresión. Pone en guardia frente a quienes, por buena voluntad o profesión, se desenvuelven en el ejercicio de una voz analista y valorativa que viaja, preferentemente, por las vías de los medios de comunicación, pero que ambiciona puestos más altos. La crítica especializada aspira a ponerse junto a la pieza observada para complementarla con una segunda mirada, a veces hasta se convierte en una versión que gana trascendencia.

No voy a emplear esta noble palabra para identificar lo que se diga y haga en corrillos de encuentro social, en grupitos de hábitos chismosos. No es lo mismo dar opiniones –actividad que puede ser, también, respetable– que ejercer la crítica.
La primera pide bases mínimas de conocimiento y no oculta sus vinculaciones con posición y emoción personales. La segunda requiere de instrumentos de ejercicio, de metodologías específicas y de una experiencia previa que va perfeccionando la mirada de su autor.

Pero en materia de lenguaje cotidiano, fusionamos opinión con crítica. Y los resquemores, como reacción, son los mismos. ¿Qué hay en la raíz de este reiterado rechazo a ser sometido a juicio de parte de los observadores y consumidores? Muchas cosas, diría yo, empezando por un exceso de sensibilidad que bien puede interpretarse como una vanidad enorme hasta el temor a ver melladas las esferas del poder. Los hechos y productos sociales abren los dos indispensables caminos de la comunicación: primero, van hacia el receptor. Así nos llegan los mensajes de los medios, las obras artísticas, las intenciones de nuestros gobernantes. Por tanto es absolutamente natural que luego se dé el segundo movimiento, la reacción del espectador o consumidor hacia el emisor. Cuando esa reacción viene en forma de palabras que revisan críticamente el mensaje es que salta la incomodidad y se tejen las redes del desencuentro.

En nuestros días hay signos esperanzadores del ejercicio de la crítica. La certera mirada de Roberto Aguilar, por ejemplo, sacude a la televisión nacional. La campaña Un Día Sin Televisión (al margen de sus resultados) fue una señal del impacto que está produciendo en los tradicionalmente pasivos receptores. Y aunque todos los implicados emprendan las justificaciones de lo que hacen, buena parte del público lee, discute, piensa. Hay otros signos. Los estudiantes de las carreras de Comunicación de las diferentes universidades están cada vez más atentos a las reales exigencias de una profesión bien ejercida. Los columnistas nos aplicamos en la tarea de ofrecer visiones serenas y orientadoras sobre hechos del quehacer comunitario.

¿Cómo intentar una acción pública sin someterse a la crítica? ¿Cómo requerir la atención de los demás para vender un artículo, para conseguir un voto, para buscar adhesiones ideológicas, sin pasar por el filtro de la crítica? No nos miren, entonces, a los ciudadanos como meros criticones sino como sujetos de pensamiento y albedrío, como receptores activos que ejercemos derechos. Porque la crítica tiene una fundamental razón de ser en las sociedades democráticas.