Estaba la otra noche empapándome en DVD de la magnífica serie ‘Los Soprano’ cuando en una escena me sentí totalmente identificado con los gangsters (sin acento, por favor), lo cual no deja de ser preocupante. Estaban en un restaurante dos de ellos, Tony Soprano y Artie Bucco, y se fijaban en un individuo, sentado a otra mesa con una mujer, que llevaba puesta, en plan presumido, una de esas gorras de baseball (perdonen, pero eso de escribir “béisbol” me parece tan ridículo como el estomagante “güisqui” que recomendó la Real Academia un día en que sus miembros debieron de ponerse hasta las cejas del mismo; o bueno, espero que fuera de whisky o whiskey, por el bien suyo) con las que ahora se tocan numerosos imitamonas –también españoles– tras habérselas visto en el cine a todos los adolescentes embrutecidos que llenan las pantallas del mundo, a no pocos adultos puerilizados como el cómico Chevy Chase, y al ciento por ciento de los gesticulantes raperos con mensajes muy profundos, Nietzsche era un pildorilla a su lado. Bien, los dos gangsters se ponían negros ante la visión del engorrado, y Bucco, a su vez dueño de un restaurante, comentaba cómo le enfermaba ver eso en su propio local; se sobreentendía que en esas ocasiones se mordía la lengua y tragaba quina. Entonces Soprano no podía más, se levantaba, iba a la mesa del falso bateador y sin más le soltaba: “Quítate eso”.

Tras brevísima sorpresa y timidísima resistencia, el tipo acababa por obedecer y se descubría. Soprano regresaba a su sitio y el maître (comprenderán que no escriba “metre”) le daba las gracias en voz baja.

A mí, por fortuna, no me ha pasado aún lo que le ocurrió a mi colega Pérez-Reverte una vez, según contó en un artículo, a saber: tener en la propia mesa, durante toda una cena o un almuerzo, a un individuo de esos que permanece con la cabeza cubierta, impertérrito. Creo recordar que el Capitán Alatriste se atrevió a preguntarle al gorrado si es que tenía frío, no más. Como no me he visto en esas, no voy a presumirme mayores osadía o intemperancia que quien tanto tira de espada, y es probable que en su situación obrara como él o aún menos, y ni siquiera abriera la boca. Pero sé que tales cena o almuerzo me los pasaría enteros tentado de quitarle de un manotazo el gorro, la gorra, el sombrero, la boina, el birrete o el capelo (si se tratara de un cardenal, por ejemplo) a quien los conservara puestos. Como carezco del aspecto intimidatorio del gran actor Gandolfini, que interpreta a Soprano, me temo que una mera orden como la suya no surtiría efecto en mi caso.

Puede que muchos jóvenes –y no jóvenes– que hasta aquí hayan leído no entiendan nada, y que tampoco entendieran esa escena los que la vieran en su exhibición televisiva. Porque se está llegando a un punto en el que no es solo que rara vez se observen las más elementales y asentadas normas de cortesía, sino que se desconoce la existencia de estas. Hace poco vi a un literato, en medio de una cena de gala, que comía tan tranquilo a dos carrillos con el sombrero bien calado, y no era precisamente un quinceañero. Y, como en el restaurante de la película, no hubo entre los organizadores y comensales nadie que se atreviera a señalarle la descortesía: durante siglos se ha considerado una falta de respeto (salvo en los saloons del Oeste, y disculpen que no escriba “salunes”) que no se descubra un hombre al entrar en cualquier recinto, más aún si en él hay mujeres. Bueno, qué digo: una descomunal grosería, y hubo tiempos en que infringir esa norma le costaba a uno un duelo. Una enorme estupidez, desde luego, como también deben de parecerle eso mismo todas las reglas y normas a la mayoría de mis compatriotas. ¿Y por qué no voy a llevar gorra donde me salga del puro, qué mal hago a nadie?, pensarán los gorreros.

Y en efecto, mal no hacen. Daño físico no hacen a nadie, no exactamente. Y al fin y al cabo, personas ya bien crecidas y “con responsabilidades” no se abstienen de marcarles pautas. Porque tan grosero como ir cubierto en un interior era plantar las patas sobre la mesa, y el mundo entero le vio hacerlo a Bush Bis. Y hace nada oí decir a la presentadora Mercedes Milá, que es de mi quinta y no precisamente de maleducado origen, que le parecían normales las ventosidades ante testigos, y “muy divertidos” los concursos de ellas.

En fin, comprendo que el problema es mío, pero si alguien me brinda una solución lo escucharé con gusto. Que me vaya sintiendo anticuado es natural, imagino, o ley de vida, como se decía antes. Que me esté identificando con mafiosos, ustedes dirán, es otro asunto. Por seguir con las expresiones pasadas de moda, eso ya son palabras mayores.

© El País, S.L.