En las boleras suele haber una barra donde va a parar gente rarísima que ni juega ni cuida de nadie que juega. Son perversos que acuden a ese infierno de bolas a contemplar cuerpos.
 
En Madrid hay muchos lugares espantosos en los que pasar la tarde, pero pocos igualan el horror de la bolera, o de las boleras, porque hay varias. Se encuentran en lugares cerrados, sin comunicación directa con el exterior, y están peor iluminadas que la conciencia. Como en la conciencia, también se escucha todo el rato un ruido como de cabezas que chocan entre sí sin que del golpe salga ninguna idea, ninguna absolución.  En ningún sitio como en este ve uno a tanto individuo de espaldas.

Hay quien toma carrerilla, hay quien camina como si diera un paseíllo, hay quien anda sin ganas, como por obligación, pero todos se inclinan fatalmente del lado de la bola en el momento de soltarla e intentan dirigir su trayectoria con los ojos, sin perder, hasta que llega a su destino, esa rara postura en que quedaron congelados.
Luego se vuelven y uno les ve fugazmente de cara, y se pregunta si preferiría vivir en un mundo con más cara que espalda, o viceversa.

En las boleras suele haber una barra donde va a parar gente rarísima que ni juega ni cuida de nadie que juega. Son perversos que acuden a ese infierno de bolas a contemplar cuerpos. No porque ellos carezcan de cuerpo y quieran saber cómo son esas raras formaciones orgánicas, no.

Curiosamente, el mirador de cuerpos tiene un cuerpo propio con el que puede hacer lo que le venga en gana. Pero no le llena, y va a la bolera a contemplar los de los otros. Se trata, pues, de un narciso al revés, un perverso, en fin. Pues bien, estos perversos fuman sin parar y observan sin pasión a los adolescentes de espaldas. Curiosamente, no hay una iconografía de la espalda. San Sebastián, sin ir más lejos, siempre sale de frente. Y Cristo crucificado, también. Y las meninas. El perverso va a la bolera a contemplar la espalda de los otros porque no ha logrado todavía ver la suya. Este individuo (varón, indefectiblemente) es también quizás un poco paranoico. Cuando camina por la calle trata de imaginar cómo le verán los que van detrás de él. No sabe que nadie le mira, pero él está convencido de que sí.
Por eso es un paranoico, además de un perverso. Los males del alma crecen como hongos. Así que mientras las madres de los preadolescentes que celebran el cumpleaños en la bolera hablan de los peligros de la anorexia y de la bulimia, de las drogas y el alcohol y el tabaco, el perverso resbala su mirada por las espaldas de los niños y las caderas de las niñas completamente invisible a las obsesiones de las mujeres, convencidas de encontrarse en un sitio inocente en el que ni siquiera se corren peligros físicos, pues las bolas no tienen marcha atrás.

Cuando el perverso se cansa de fumar, de tomar cervezas y de contemplar espaldas, abandona el taburete y toma el metro para regresar a casa. El vagón está lleno a esas horas y hay muchas personas de frente; qué le vamos a hacer. El perverso mataría con gusto a los que están de frente, pero él mismo no consigue colocarse de espaldas todo el tiempo. Muchas veces compara el rostro de las personas con sus espaldas y concluye indefectiblemente que la espalda de la humanidad es mejor que su cara. Mejor en todos los sentidos.

Al perverso no le importaría solicitar un favor a las espaldas, pero es incapaz de pedírselo a un rostro que le mira con las aletas de la nariz dilatadas o el ceño fruncido. A su jefe lo odia de frente, pero de espaldas le parece un profesional intachable. Deberían inventarse unas mesas de oficina donde la gente se pudiera sentar de espaldas, hacer la contabilidad de espaldas, comerse el bocadillo de las once de espaldas.

Antes de subir a casa, el perverso entra en la iglesia de su barrio y enciende una vela a san Antonio por el placer de hacer fuego. Entonces ve los confesionarios y se pregunta si sería posible fabricar uno en el que la gente se arrodillara de espaldas sin necesidad de quebrarle los huesos.

Cuando entra en casa, su mujer le pregunta que de dónde viene y él dice que ha habido un problema informático en la oficina. Pero lo dice mientras ella trastea en la cocina, de espaldas a él. Está enamorado de su espalda, así que cuando se vuelve, la odia. Esa mirada, esos pechos, esos labios, le han destrozado la vida. En la cama se pone de espaldas a ella y sueña con un universo en forma de bolera. Y quiere que sea mañana para volver a contabilizar espaldas mientras las madres hablan de la anorexia.

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