A dos hechos voy a referirme por la importancia de sus protagonistas y por la personal estimación que tuve hacia ellos: uno es el centenario del nacimiento de Abel Romeo Castillo y otro es el fallecimiento de Enrique Buenaventura.

A Abel Romeo Castillo le traté en la redacción de diario El Telégrafo y fueron innumerables nuestras conversaciones sobre poesía, teatro y cine. Pude conocerle y apreciarle como un hombre vital, de mente observadora e interesada invariablemente por los asuntos culturales, siendo generosos y entusiastas sus comentarios de hechos y personas conocidos en Ecuador y España.

Poeta, historiador y periodista sobre todo, le atendía discurrir sobre los poetas españoles de la generación del 98, a los que tenía en alta estima, y también sobre los nacionales de la primera mitad del siglo XX, sus amigos. Por él aprecié más la poesía de Miguel Ángel Silva, por ejemplo, como conocí anécdotas diversas de los artistas contemporáneos suyos.

Si indiscutiblemente importantes sus investigaciones de los gobernadores de Guayaquil durante una etapa del período colonial, no menos apreciada y conocida su poesía. A alguna pregunta mía sobre nuevos textos históricos y poéticos me respondió una vez que tenía varios trabajos por publicar. Sobre eso insistí cuando le vi una última vez en Quito, conversando con Alejandro Román, oportunidad en que me habló de su interés en reeditar algunos de sus libros.

Con la muerte de Enrique Buenaventura el teatro latinoamericano está de luto y me atrevería a afirmar que el teatro mundial. Porque, pienso, con Atahualpa del Cioppo y otros pocos más, están en los orígenes –casi heroicos– de una acción teatral que alcanzó dimensiones épicas por las naturales turbulencias de la época.

Director, dramaturgo y profesor, fue un hombre dedicado por entero al teatro al que entregó talento, voluntad y perseverancia. Conversador inagotable y humorístico, recuerdo aún un encuentro en Panamá en el departamento de la pintora Alicia Viteri. En esa ocasión narró sus peripecias de estudiante en París, a principios de la década del 50, y su descubrimiento del teatro del absurdo a través de La cantante calva.

Su método de la creación colectiva, desarrollado en una constante práctica, es a no dudarlo una manifiesta contribución a lo teatral, no siendo naturalmente la única.
Otra, y no menos valiosa, la constituye su labor dramatúrgica con Los papeles del infierno por el caso. Una tercera, su tenaz trabajo de dirección con base en el grupo teatral de la Universidad de Cali.

Más de una vez nos visitó Buenaventura con diversas puestas en escenas.

Destacaban en ellas un esfuerzo del colectivo en busca de un lenguaje integral que afirmara la teatralidad de la realización, como una profunda y crítica relación con la realidad social, política y cultural latinoamericana. Su teatro, pese a eso, no dejó de manejar el humor, la ironía y hasta el sarcasmo, modos propios de mirar y reflexionar sobre nosotros mismos.

El tiempo destructor es también alimentador del recuerdo, de lo que paso a paso va convirtiéndose en memoria y hasta en añoranzas. Más allá de ellas, es de estricta justicia reconocer lo que algunos amaron y entregaron a los demás, por haber sido amor también de esas personas. Así hicieron por comprender que, en definitiva, son esas algunas de las razones que dan plenitud de valor a la vida.