Cuando pienso en Guayaquil siento el sabor del dulce de arroz con leche con negras ciruelas pasas o la dulzura tibia y fragante del beso de mi madre o la sensación refrescante del agua corriendo ligera por mi garganta.

Cuando pienso en Guayaquil  es como si me cayeran encima todas las calles de mi adolescencia y tropezara una y otra vez con los recuerdos, con las dudas y misterios del hacerse mayor y de pronto descubriera que mi ser se ha construido con sus soles de veranos y sus interminables lluvias de invierno, con sus grillos y golondrinas, trovadores de paso; y con el recuerdo imborrable de un lagartero ojeroso que en una esquina desgarraba su alma mientras la guitarra traía el cálido murmullo del río Guayas que arrastraba hacia el océano una lágrima mía en la oscura barquita de sus lechuguines.

Cuando pienso en Guayaquil  sueño en colores, en la alegría chisporroteando fina y espumosa, en todo el país imantado en un solo núcleo con la voracidad de una estrella, en laboriosidad, en negocios, en cantos y bailes.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en el grácil desparpajo de su gente y en sus miles de maneras de organizar la vida, en la forma cómo abren sus corazones al extraño y cómo concilian las tardes al rumor de una cerveza helada y con un espumoso piropo en la punta de la lengua.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en la poesía de sus encebollados, en la perfecta sinfonía de sus tortillas de verde y en sus cebiches antológicos, en donde pueden naufragar todas las penas y resucitar el espíritu con el milagro de sus sabores.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en una casa enorme y múltiple, en una canoa bailando al ritmo tropical de sus aguas y en las carcajadas que repican libres como las voces próximas del antiguo océano.

Cuando pienso en Guayaquil se me agiganta la memoria, la cronología hilvanada de las vivencias diarias, el sendero abierto en el que se desplazan los afectos como esos caminos de doble vía.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en los dulces vahos de la tierra ardiente, en la rabia de las semillas por vivir y florecer, en el sol que se desnuda para hacer el amor con la tierra con la pasión de un novio en su luna de miel.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en su cerro que besa la luna y en su estero al que volvieron las garzas y pienso en mi casa en donde me espera un hijo.

Cuando pienso en Guayaquil pienso en el fecundo rumor de los almendros y acacias, en el olor salinoso del puerto, en los cafés en donde los amigos apuran a gritos la vida.

Cuando pienso en Guayaquil es cuando estoy lejos y el imán de la memoria la llama y la convoca, como se convoca el espíritu de los seres amados para ahuyentar el dolor de la nostalgia y para poblar de luz una soledad lejana.