El evangelio de la misa nos relata hoy lo sucedido en Nazaret, cuando Jesús se presentó como Mesías, en la pequeña sinagoga del pueblito.

 No pocos de los asistentes ya le conocían. Le habían visto trabajar el hierro y la madera para ganarse el pan como cualquier obrero. Y estaban sorprendidos de que hiciera, según aseguraban los vecinos de Cafarnaún, prodigios y milagros.

Desde que comenzó a hablar, los asistentes se sintieron removidos con lo que Jesús les prometía. Y como imaginaban que después vendrían los milagros grandes, aguantaron las explicaciones largas de Jesús incluso con agrado: “todos –dice el evangelio– daban testimonio a favor de Él y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de su boca”.

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Pero fue pasando el tiempo. Las palabras exigentes de Jesús –sin la compensación de los prodigios anhelados– comenzaron a sonar de otra manera. Su insistencia en el amor a los demás, aunque fuera un enemigo, resultaba muy molesta. De modo que empezó a notar Jesús en el ambiente un rechazo sordo y mudo: ante la invitación a un seguimiento desinteresado, el auditorio reclamaba previamente algún milagro.

Mas el Maestro no cedió a sus exigencias. Para que comprendieran la necesidad de confiar en Él, les puso dos ejemplos del Antiguo Testamento: el de una viuda que entregó todo lo que tenía para su sustento a Elías, y el de un famoso General de Siria que obedeció a Eliseo. A la primera nunca le faltó lo necesario en su despensa, y al segundo se le fue la lepra solo con bañarse en un determinado río.

Los ejemplos recordados (y sobre todo su actitud de no satisfacer caprichos) hirieron el orgullo de los asistentes. Furiosos por haber sido tratados según ellos malamente, “se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, seguía su camino” (Cf. Lucas 4, 22-30).

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Mucho me cuesta entender este vertiginoso cambio. Mucho me cuesta aceptar que el corazón humano pueda corromperse así, de buenas a primeras. Por eso pienso que la mayoría de los que intentaron despeñar a Cristo en Nazaret, ya estaban corrompidos desde hacía tiempo; que su escucha semanal de la Palabra, en lugar de ser un acto de humildad, era una tapadera de su gran soberbia; y que tenían el alma, por más que aparentaran santidad, repleta de pecados interiores.

El pecado interior. A veces no le doy tanta importancia. ¡Me es tan fácil resentirme! ¡Me es tan fácil criticar por dentro! ¡Me es tan fácil recordar lo inconveniente! ¡Me es tan fácil olvidar mis faltas interiores, a veces no pequeñas, contra la caridad y contra la pureza!... Como no parecen hacer daño a nadie, las considero pequeñeces despreciables. Y no obstante los pecados interiores, los que solo Dios y yo sabemos, son el comienzo de todos los pecados exteriores. Si falto a la caridad por fuera, se debe casi siempre a que falté a la caridad por dentro previamente.

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Pero volvamos a Jesús en Nazaret. A pesar de no ser bien recibido por los suyos, siguió tranquilamente su camino. Es decir, continuó anunciando el evangelio. Usted y yo debemos aprender: no importa que encontremos tanto que arreglar en nuestras vidas y en las de nuestros amigos; lo importante es que sigamos anunciando el evangelio.