Hay ecuatorianismos en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua desde hace tiempo. No puedo precisar desde cuándo. Pero el dato me sirve para afirmar que el reciente interés despertado por la noticia de que entrarán en estudio 525 vocablos y expresiones de uso común en nuestro país, debe ponerse en la línea de aceptar gustosos la apertura americanista de la matriz académica, allá en Madrid. Desde 1923, cuando la respetable institución decidió cambiarle el nombre a la lengua, a la gramática y al diccionario, de castellano a español, los latinoamericanos somos tan dueños de nuestro idioma como los españoles.
Así se procede: las academias correspondientes de las diferentes comunidades hispanohablantes proponen a la matriz los términos de mayor uso y allá son estudiados en la comisión respectiva. Se toma en cuenta la ley del uso. Que un número significativo de hablantes utilice el término propuesto (¿lo son acaso los trece millones de ecuatorianos en medio del océano de los 400 millones de todo el mundo?) y que su uso se mantenga durante un período suficiente. En materia de vocabulario, el ingenio popular es muy fértil pero también muy volátil. Las palabras nuevas se ponen de moda, mas, igualmente, se olvidan. ¿Seguirán los españoles llamando furcia a las prostitutas y follón a los amotinamientos? Lo cierto es que esos dos vocablos siguen en el diccionario y se incluyeron recién en la antepenúltima edición.

Las palabras tienen prosapia, historia, blasones. Están ligadas a las clases sociales, a las épocas, a las regiones. La literatura que las elige las eterniza porque si desaparecen para la vida diaria, van a guardarse en diccionarios de arcaísmos para ser comprendidas. Entonces, las palabras nos representan. En este sentido comprendo la satisfacción de ver nuestros términos en el venerable volumen, precedido de la abreviatura Ecuad. Me he encontrado con la formidable “mangajo” que insulta tan elegantemente (significa “hombre despreciable”) como ecuatorianismo, en la edición del 2001, pero que ya no utilizan nuestros jóvenes. Ellos prefieren otras, más rudas pero menos imaginativas.

La brecha generacional se siente agudamente en materia de léxico. Los ecuatorianismos los bebemos de la vida cotidiana, en cambio los términos de la ciencia, de la política, del arte, tenemos que abrevarlos de fuentes más selectas. Del maestro que se expresa con elocuencia, del estudio de un tema, de la bendita y siempre útil lectura. Con el repasar las líneas de un libro ocurren dos cosas: o asimilamos las palabras por deducción, por la aproximación semántica que permite un contexto, o sentimos el imperioso empujón hacia el diccionario. Entonces sí, el vocablo nuevo saca su luz oculta. Las dos caras: el significado individual, solitario y dentro del texto, su inserción oportuna –o desacertada– en el cuerpo vivo de un conjunto de ideas.

Los argentinos dicen gil a un hombre simple, casi tonto –nosotros también–, los españoles lo hicieron crecer hacia gilí, con el mismo sentido, pero luego crearon ese gilipollas, muy vulgar, con que ahora inundan sus novelas y películas; los mexicanos llaman mango a un hombre guapo, término que para los argentinos y uruguayos significa pesos, dinero. En el Ecuador, nunca ha sido más que una fruta. ¡Así es la riqueza de los términos locales!