Estamos en presencia de un golpe más a la Constitución y al orden jurídico. Un atropello más al derecho. Esta vez la víctima es la venerable institución de la inmunidad parlamentaria. Uno de los logros más celebrados del constitucionalismo occidental, que tanto esfuerzo les costó a varias generaciones de políticos y pensadores.

La inmunidad parlamentaria ha sido reconocida universalmente como una garantía otorgada a los representantes del pueblo para que durante el ejercicio de sus cargos actúen libres de cualquier temor de ser enjuiciados por quienes se sientan incómodos con sus opiniones, denuncias y posiciones. No se trata de un privilegio personal sino, como dice un autor, de una garantía funcional que protege no tanto al parlamentario como tal sino a la función parlamentaria que él o ella desempeñan.

Esto explica que sea irrenunciable.

Como lo ha dicho la Corte Suprema de EE.UU. en innumerables sentencias, a propósito de la denominada Speech or Debate Clause, la inmunidad parlamentaria es absoluta (US 491-1975). Tanto, que en derecho constitucional se habla más bien de la “inviolabilidad” de los diputados, la misma que se prolonga, como es obvio, hasta después de terminadas sus funciones.

En consecuencia, los jueces no pueden iniciar causa alguna en su contra y menos pueden sus pares parlamentarios, autorizar dicho enjuiciamiento. Simplemente no existe fundamento jurídico para ello. La inviolabilidad de los diputados no corre cuando se los acusa de un delito cometido en flagrancia o cuando se trata de actos ocurridos con anterioridad a su elección.

Por otro lado, el enjuiciamiento a los parlamentarios por la justicia ordinaria únicamente es factible en aquellos casos en que los diputados hayan incurrido en actos ajenos a sus funciones, como puede ser atropellar a un transeúnte, asesinar a una persona o estafar a un tercero. En esos casos, si se pretende enjuiciar al diputado su inmunidad puede suspenderse, pero previa la autorización parlamentaria.

Como bien ha señalado el Tribunal Constitucional español, mientras la inviolabilidad es “un privilegio de naturaleza sustantiva”, la inmunidad “es una prerrogativa de naturaleza formal”. (Sentencia 90/1985). Tampoco es relevante si el diputado expresa sus opiniones dentro de la sala de debates, en el baño del Congreso o en la calle.

Cierto que la redacción de nuestra Constitución en esta materia luce poco afortunada y actualmente hay una tendencia (no mayoritaria, en todo caso) a restringir el alcance de estas prerrogativas. Por ejemplo, excluyendo de la inmunidad asuntos civiles.

Pero, de allí a lo que está sucediendo en el Ecuador hay un abismo. Ni en el Caribe, África o Centroamérica se les ha ocurrido despojar de su inmunidad parlamentaria a un diputado por denunciar un tráfico de armas. Es simplemente increíble. Es de esperar que nuestros diputados reflexionen con toda seriedad y mesura el paso que estarían por dar. No se trata aquí de favorecer o no a tal o cual diputado. Aquí están en juego principios superiores que deben defenderse con toda entereza por encima de acuerdos coyunturales o pasajeras amistades.