Hace más de dos años escribía una columna titulada ‘El Pueblo de Costa Rica’. Comentaba que me impresionó que en las obras públicas no hubiera propaganda política del gobierno de turno. Las construcciones tenían su respectiva placa, difícil de evitar en la cultura tropical, pero en este caso las placas no tenían el nombre de las autoridades ni del gobernante. La leyenda era: “Obra construida por el Pueblo de Costa Rica”. Se perdonan las placas en este caso porque no rayan en el estilo barroco tropical de poner los nombres de quienes gobiernan, con letras magníficamente grandes, muchas veces más que las obras.

Narraba también cuánto me impresionó la sencillez de ese pueblo. Conocí por casualidad en el parqueo de un cine, y pude conversar con él por dos minutos, a Óscar Arias, poco después de haber terminado su mandato y recibido el premio Nobel. Muchos políticos ecuatorianos, con hoja de vida mucho bastante más modesta, andan con sirenas, guardaespaldas y más cortesanos que la reina de Saba. Arias andaba solo y sin poses. Que nuestra costumbre consienta las placas y carteles con nombres de autoridades y funcionarios, no es terrible. Un poco fantoche y de mal gusto quizá. Pero no es ningún pecado. Mas, no hacer una obra que beneficie a los grupos más pobres por no poder poner las placas barroco tropicales, o no permitir que se hagan obras por este motivo, no sé si debe ser catalogado de pecado, ceguera, falta de criterio, o simplemente miseria humana.

Esto no recuerdo haberlo escuchado en otros períodos políticos. Un argumento sumamente pobre, siendo benévolos, es que ya que el material –la chatarra– con el cual se iba a construir, por ser propiedad de una institución estatal, se tenía derecho a exigir que vaya la leyenda consabida. El funcionario público confunde el Estado con el gobierno. Es decir, actúa como si el gobierno fuera el dueño. Lo típico. No entiende que el gobierno es un simple administrador, que el dueño es el pueblo.  Por otro lado, el razonamiento de que no se puede hacer obra social sin coordinar con el gobierno, o fuera de su agenda, es tan o más peregrino que el anterior. ¿Pensará el funcionario público prohibir el accionar de las ONG que operan en el país? ¿Obligarlas a presentar sus planes de trabajo para aprobarlos o asegurarse que estén acordes con los del gobierno?

No me apena Toni el Suizo. Es un hombre excepcional como pocos. Sabrá sacudirse el polvo de sus sandalias y seguir su camino a otros pueblos que aprecien su trabajo. Me apena Ecuador. La gente a la cual servía. Así se trata a hombres excepcionales y a grupos necesitados. Como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.  Que Toni el Suizo no es necesario se ha dicho. ¿Pensarán eso los beneficiados de sus obras? Más bien creo que a quien no necesitamos es a Petroecuador, sus entuertos, su ineficiencia, sus sindicatos, su podredumbre, y sus burócratas. Yo me quedo con Toni.