No es justo acusar a un “Golpe de Estado” por sí mismo. Un Golpe no causó sorpresa, fue necesario y constituye excepción en el ancestro del continente golpista que es Latinoamérica. Fue el Golpe de Enero de 2000 en Ecuador.

No fue el Golpe usual, que es militar. Este fue, ante todo, un Golpe racial. Ecuador sufría un caos insoportable, que señalé en esta columna el 9 de enero de ese año: “Las manifestaciones multitudinarias que irán sumándose, sin convocatoria ni concierto como las olas del mar, y que reventarán en la misma playa, evidencian que el Congreso Nacional no transmite la voz del pueblo”. El Congreso era una esfinge y el Presidente una momia. Los indígenas constituían ya fuerza organizada, y en ese momento asumieron la vanguardia de un pueblo que estaba aturdido, arrinconado por el saqueo de sus ahorros bancarios.

Este fue el primer momento de un acontecimiento original en América: Tres años después, la raza indígena, como tal (quienes fueron esclavos) mediante elecciones, asumiría el poder político. Solo cuando un negro asuma la presidencia de EE.UU. podrá calibrarse este momento. En ese Golpe, el militar actuó por primera vez, después: respaldándolo. En este momento, además, la raza indígena bosquejó en Ecuador  un nuevo Golpe de Estado, sustentado en la disposición a morir, evocador de la resistencia pacífica de Gandhi, que no requerirá más del respaldo militar, fórmula que años después tumbó al Presidente de Bolivia.

Siendo también un golpe militar, no fue individual ni de baja jerarquía. Fue un Golpe de la invisible cúpula militar y de la arrogante  Academia de Guerra. Es erróneo atribuir el hecho al coronel Gutiérrez, figura entonces secundaria y por eso inmediatamente sustituida en el triunvirato. Los militares y los nacionalistas tuvimos contra el Presidente un reproche particular: él había dilapidado en su devaneo con Fujimori la única victoria militar del Ecuador en 168 años: la del Cenepa, que transfiguró a las FF.AA., hasta el exceso: distinguidos militares como los generales Gallardo y Moncayo, y por último Gutiérrez, con ese fundamento, intervinieron en la vida política del Ecuador; tendencia criticable pero humana: igual ocurrió en EE.UU. con Eisenhower y en Francia con De Gaulle.

Indígenas y militares reclamaron, también, la disolución del Congreso, a quien justamente reprocharon por no haber planteado juicio político al Presidente, contra quien pesaron: el haber recibido de un banquero un caudal, siendo Alcalde y candidato seguro a la Presidencia, que sugirió cohecho; el haber experimentado un grave quebrantamiento de la salud que, unido a su incumplimiento al horario regular de trabajo, insinuó incapacidad; el haber prolongado la operatividad del banco, aumentando el perjuicio de los depositantes, en beneficio del banquero de quien recibió aquel caudal, que indicó corrupción. Es decir que el Golpe se dio porque el Congreso no cumplió con el juzgamiento, y porque el Presidente se aferró vanidosamente al cargo, no obstante su incapacidad de controlar los acontecimientos.

El Golpe indígena–militar se dio contra un régimen democrático corrompido hasta el tuétano: la oligarquía política, mediante repudiable acuerdo, no presentó candidato que en las elecciones de Presidente hiciera competencia a Jamil Mahuad, y después ordenó al Congreso no juzgarlo.Este Golpe fue original, correctivo. El Ejército debió permanecer incólume.