Como cualquier niño rural, desperté al uso de razón sabiendo de antemano que había palomos en el palomar, gallinas en el gallinero y gatos que querían comerse al jilguero en la jaula.

Gracias a las enseñanzas de un tío cazador que me llevaba consigo por el monte, a muy tierna edad supe la diferencia sutil que había entre las cagarrutas de conejo y las de liebre, y no es que uno fuera experto en alimañas, pero antes de conocer que hubiera un Dios en el cielo, descubrí las huellas de zorra y de jabalí en la tierra.

La primera noción de lo sagrado la experimenté ante la baba de un perro rabioso que iba perdido por una calle abrasada de agosto bajo el fulgor de la cal. De niño, tenía la gracia de adivinar la piedra del barranco que guardaba debajo un nido de alacranes y todavía puedo convocar el rastro de hedor acre que dejaba extasiado en el aire de azahar el paso del ganado cabrío.

Los animales a mi alcance fueron la primera extensión de los sentidos hasta el día en que intenté que participaran en la cultura.  Una tarde pesqué una rana y una anguila en una alberca llena de limo, las introduje en un bote y las llevé a la escuela para hacerle un homenaje al maestro don Ramón. Era el mes de mayo y en un armario abierto del aula se había montado un altar a la Virgen.

El maestro depositó la rana y la anguila junto a varios búcaros de rosas y todos cantamos *venid y vamos todos con flores a María* y aunque la rana no croó y la anguila permaneció callada, poco después supe que en el paraíso las serpientes hablaban con una manzana en la boca prometiéndonos la inmortalidad y que en otro tiempo hubo escarabajos de oro, leones alados, dioses con cabeza de ave, chivos expiatorios, dragones que llevaban la solución de los enigmas grabada en el rabo, así como en Delfos una serpiente pitón salía drogada del cesto y daba presagios cuando se la interrogaba antes de emprender cualquier empresa.

Desde el fondo de la locura humana estos monstruos se encaramaron a los capiteles de las catedrales y también se asomaron por las cornisas y pináculos en forma de gárgolas y basiliscos. Algunos demonios fueron chacales.
Este bestiario alucinante convive en nuestro inconsciente en compañía del gato y del jilguero que desarrollaron nuestros sentidos en la niñez. Acabamos de recordar el día de San Antón, patrono de los animales y también de esa fiera dormida que todos llevamos dentro. Si a lo largo de la vida aquel gato no se le ha comido el jilguero, este hecho deberá usted tomarlo como una hazaña del espíritu. Enhorabuena.

Escritor y columnista del Diario El País de España.
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