Cuando llega a trabajar a la casa como empleada doméstica, agitada y con el rostro húmedo por el sudor, saluda y sonríe. Tiene dos empleos, si se los puede llamar así. Uno, el de arreglar cada lunes la casa de una familia, y otro, un esporádico y eventual como ayudante de cocina en una enorme fábrica de harina en el sur de la ciudad, donde trabajan más de 500 obreros.

Su origen no es distinto al de millones de ecuatorianos. Es casi un tópico, un lugar común: nació en San Lorenzo, provincia de Esmeraldas. Tuvo once hermanos. Sus padres vivían de la recolección de conchas y cangrejos en el pueblito pesquero de Borbón, donde en pocos años los grandes madereros exterminaron la vida vegetal y animal.

Sin ninguna posibilidad de sobrevivir en su tierra, los padres de María decidieron venir a Guayaquil con la mitad de sus hijos y un día llegaron a instalarse en una estrecha construcción de caña en un sector marginal conocido como isla Trinitaria. Cientos de miles de esmeraldeños pueden contar la misma historia. De hecho la cuentan, unos con resignación, otros con dolor, unos pocos con indignación y rabia.

María es distinta. Sonríe cuando relata lo ocurrido con sus padres y su familia. No lo hace con gesto de sarcasmo o burla, sino con actitud serena, comprensiva y bondadosa. Afirma que no puede hacer lo contrario (llorar, amargarse, sentirse frustrada) porque no es eso lo que Dios quiere de ella. Asegura que todas esas dificultades son pruebas divinas para que fortalezca su fe.

María es una persona simple y piensa que es mucho lo que tiene: su esposo, un hombre trabajador, responsable y leal, guardia de una empresa de seguridad. Su pequeño hijo, de 4 años. La suegra, una anciana de 70 años que le ayuda a cuidar al niño cuando ella sale a trabajar. Los cuatro viven juntos en la Trinitaria.

A María no le interesan la compasión, la limosna o la caridad. Todo lo que ella y su esposo han conseguido hasta ahora lo atribuye a Dios, que la protege y le da lo que necesita. Que su esposo mantenga durante siete años un empleo fijo ya es una bendición, aunque el salario no pase de los 150 dólares mensuales. Que ella pueda completar los ingresos familiares con sus trabajos esporádicos, también es una alegría y una esperanza. Que su suegra salga a lavar ropa en Urdesa todos los miércoles y vuelva con algún dinero es una generosidad adicional.

María suele cantar salmos, incansable. Lo hace cuando espera que salga la ropa de la lavadora, cuando plancha, cuando barre, cuando limpia los pisos, cuando cambia las sábanas de las camas. Se trata de un trabajo pesado, agobiante, duro, pero en el rostro de María no es posible encontrar huellas de abulia, desazón, malestar o desaliento.

Ella es pura alegría y vitalidad y así lo muestra en cada gesto, en cada acto, en cada acción: su entusiasmo cuando empieza las tareas, su brillante mirada cuando se le agradece y se le paga, sus canciones, que no cesan de alabar a Dios y a la obra de Él en la Tierra. Cuando termina, agitada y con el rostro húmedo por el sudor, se despide y sonríe. María es pobre, lee y escribe con dificultad, no sabe cuál será el destino de su hijo, pero dice que es feliz.  Y quizás lo es porque no busca frenética, desesperada ni angustiosamente la felicidad, sino porque la lleva dentro.