Quien gane las próximas elecciones de marzo debería esmerarse en lograr, antes que nada, que España vuelva a ser simpática. En contra de lo creído por Aznar y los suyos, cuesta muchísimo serlo y no es asunto baladí, en modo alguno.

El principal motivo del actual influjo de los gobernantes sobre el conjunto de la sociedad es más bien, por desgracia, su permanente presencia en los medios de comunicación, a todas luces abusiva. Con la connivencia de la docilidad de la prensa y las televisiones, se las han arreglado para aparecer todos los días, con justificación o sin ella, y eso, a lo largo de cuatro, ocho años, acaba calando, acaba marcando, y en tiempos tan miméticos como los presentes acaba por crear estilo.

En lo que respecta al Gobierno que aún tenemos en España, resulta más obvio que con ninguno anterior que su impronta no es debida a que la población lo perciba como verdaderamente representativo por haber salido de las urnas, pues él ha sido el primero en dejar bien claro que no era el Gobierno “de todos los españoles” (es la bonita frase de rigor de quienes ganan elecciones), sino solo de sus votantes, partidarios, acólitos, aduladores, jaleadores, hinchas y siervos. El grado de desprecio con que ha tratado a cuantos no lo aplaudían y le decían sí a todo, no tiene parangón en la historia de nuestra democracia, y lo digo con conciencia de que los años de mayoría absoluta socialista no se distinguieron por el respeto a los adversarios políticos.

Hubo en Felipe González y en los suyos un elemento de desdén y de befa que tampoco era de recibo. Pero al menos el país siguió siendo “simpático”.

Aznar ha fracasado en demasiadas cosas, pero sin duda lo ha acompañado el éxito en su declarado propósito de que España dejara por fin de serlo. A eso se ha aplicado con los cinco sentidos y un denuedo extraordinario. Y el resultado ha sido notable, porque nuestro país hoy resulta profundamente antipático. Con todo, sería injusto atribuirle a él todo el mérito, entre otras razones porque hay un poso de antipatía histórica que es fácil remover y hacer salir a la superficie. Aznar parece, de hecho, haberse inspirado un poco en el último Felipe González gobernante, y además ha contagiado a casi todos sus ministros. Tal opción es en realidad inexplicable, si bien se piensa. Durante su segunda legislatura, el Partido Popular ha gozado de mayoría absoluta y le ha sacado todo el jugo, ha hecho lo que ha querido. Ya solo eso debería haber bastado para que quien ha gobernado tan arbitrariamente se hubiera mostrado de un humor excelente. Sin embargo, ha sido todo lo contrario. Es difícil recordar a otra figura pública tan acre, tan amargada, tan perennemente airada, tan regañona y –lo que es mucho más grave– tan despreciativa.

La irresponsabilidad que esa actitud entraña es doble. Por un lado, la beligerancia, el desdén y la burla hacia los adversarios políticos crea en estos resentimiento, y no solo en ellos, sino en la amplia porción de ciudadanos –nada menos que la mitad del total, digamos– que los ha votado.

Por otro, hoy se hace casi obligado que si un Presidente es insultante, abrupto, altanero, falseador y desconsiderado, lo acaben siendo también, en su afán mimético, muchos particulares, sobre todo los que tienen algún poder o mando (empresarios, jefes en general y a cualquiera que simplemente tenga a otro a sus órdenes). Y España no es hoy antipática solo en eso, en la tonalidad general, en los modales, en la destemplanza y el menosprecio y la desfachatez abundantes, sino que lo es asimismo como “imagen” o “marca”. En Europa solo encontramos animadversión y deseo de pasarnos factura, por nuestra ya larga insolidaridad y aun nuestro torpedeo. En Latinoamérica se nos ve como a esos arribistas que al acceder a un colegio más caro reniegan con especial ahínco de sus antiguos compañeros e iguales. Y en el mundo árabe el estropicio es aún más serio (además de innecesario), porque allí el encono se traduce a menudo en violencia. En los Estados Unidos –nadie se engañe– se nos ve como meros felpudos, y ya se sabe que de estos se prescinde fácil y sin echarlos nunca en falta.

Quien gane las próximas elecciones de marzo debería esmerarse en lograr, antes que nada, que España vuelva a ser simpática. En contra de lo creído por Aznar y los suyos, cuesta muchísimo serlo y no es asunto baladí, en modo alguno. Los futuros gobernantes deberían recordar, además, lo peligroso que este país se torna cuando se pone de verdad antipático. Se lo puso mucho en 1936, y la odiosidad nos duró casi cuarenta años. Por eso es muy preocupante que Aznar se cansara tan pronto de algo fundamental, interior y exteriormente. Nada como la simpatía ayuda a obtener beneficios, y sobre todo a la convivencia. Cuídenla. Esto es un ruego.

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