En estos últimos años se han escrito varios libros importantes sobre la confianza como fundamento del desarrollo de las sociedades exitosas (ver por ejemplo, Fukuyama o Peyrefitte). Y el paralelo es evidente con las familias o las empresas: ¿se puede construir un sendero cuando trabajadores y empresarios se miran con ojos de engaño (esto es lo que desgraciadamente sucede en el país)?

¿Pueden un hombre y una mujer construir el edificio familiar si en cada acto se enciende la chispa de la duda?

Evidentemente que no. Y el Ecuador ha caído desde hace mucho tiempo en esa trampa, y quizás sea una de las claves para entender por qué, a pesar del esfuerzo diario de muchos, y las aparentes buenas intenciones que unos y otros enuncian, el país sigue estancado en un mar de frustraciones. Hemos creado y desarrollado, y cada vez profundizado más la sociedad de la desconfianza.

La macroeconomía es un claro ejemplo y un largo rosario de señales equivocadas. Las continuas devaluaciones e inflaciones eran un continuo llamado a abandonar la moneda nacional y a colocar el ahorro en el exterior. Pero más grave, era una señal de que alguien le estaba robando a alguien sus ahorros, el fruto de su esfuerzo, su trabajo. El congelamiento bancario peor aún: casi con nombres y apellidos se pudo identificar cómo se sustraían los recursos de la gente. ¿Cómo confiar entonces? Y día a día, cuando hay impuestos que se cargan sobre todos los ingresos, los gastos, las inversiones, uno inevitablemente esgrime la pregunta clave de la desconfianza: ¿y por qué debo yo dar esos recursos a un Gobierno que los va a robar o malgastar?
Y por el lado del Gobierno y los cobradores de impuestos se ha ido desarrollando una peligrosa mentalidad de que todo ciudadano (y peor si es empresario) es un ladrón y evasor en potencia.

¿Invierte usted en los pocos instrumentos que ofrece el mercado de capitales? No, y muy probablemente porque cree que la información entregada es mañosa y manipulada, que existe un gran riesgo de que sus ahorros desaparezcan en manos inescrupulosas. Y con la banca algo similar, a pesar de los enormes progresos registrados en estos años, la gente tiene aún un ojo puesto en su cuenta (colocada a plazos muy cortos) “por si acaso pase algo”. Y eso le obliga a la banca a mantener casi inmovilizado en el exterior un monto sustancial de recursos que afectan liquidez y tasas de interés. Hace pocos días oía a un político importante hablar bastante mal de los banqueros y empresarios: no les confiaría un centavo. Y a los empresarios dudar de cómo el Estado, centralizado o descentralizado, puede pretender manejar recursos de una manera eficiente y honesta.

El peatón desconfía del automovilista (por eso cruzas las calles con soberano temor) y el empresario de su cliente (lo difícil que es devolver un  producto con desperfectos es una buena demostración). Todos de todos. Por ahí deben apuntar nuestras baterías. Confiar para poder vivir juntos.