Manuel Avilés Prieto es un fotógrafo aficionado, de 29 años, que decidió pasar la noche de Navidad junto a los indígenas huaorani, en una comunidad llamada Ñoneno, a unas dos horas de El Coca, en la provincia de Orellana. A continuación su relato que contó a nuestra redactora Aracely Arias.
Además de juguetes y ropa, les llevó chocolate y leche en polvo para preparar en la noche de Navidad.
“Pasar Nochebuena con una comunidad indígena del Oriente había sido un sueño personal postergado por casi una década. El 20 de diciembre pasado, salí de mi domicilio, en el barrio Centenario, en el sur de Guayaquil, con la idea de cumplirlo. El sitio escogido era una comunidad llamada Ñoneno, en la provincia de Orellana, a dos horas de Tigüino, aquella población cuyos guerreros habían asesinado a 26 integrantes de la tribu taromenane, siete meses atrás.
Diez días antes de la masacre -que ocurrió el 26 de mayo del 2003- estuve en Ñoneno. Su forma de vida, silvestre, básica, me impactó. La oportunidad se dio durante un recorrido que hice por las provincias de Ecuador para fotografiar imágenes de niños y hacer una exposición. Soy fotógrafo aficionado.El 22 de diciembre llegué a esa comunidad huaorani, donde viven 60 personas entre niños y adultos. Un recorrido de dos horas por el río Siripuno me condujo al sitio. Algunos niños me reconocieron. “Turista, turista”, me llamaban.
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Manuel Cahuiya, jefe de la comuna, en cuya casa había dormido la ocasión anterior no estaba allí, pero me recibió una de sus cuatro esposas: María.
Las otras mujeres de Manuel se trasladaron a casa de sus hermanas, al aprovechar la ausencia de su marido, quien salió por unos días a trabajar en una petrolera. María, la única persona de nacionalidad shuar que vive en la comunidad, no me recordaba, pero lo hizo después que le canté en su lengua nativa.
Aprendí algo de ese idioma poco después de graduarme en el colegio Cristóbal Colón, cuando me desempeñé como voluntario en Yaupi, una comunidad salesiana que trabaja con los shuar, cerca de la base Soldado Monge, en Morona Santiago. Fue hace diez años, allí tuve mi primer contacto con indígenas, tenía 19 años. La historia de María es triste, los huaorani la marginan por ser de otra nacionalidad. El día que llegué los ñonenos habían cazado un tapir y como tienen la costumbre de repartir lo que cazan entre todos, le dije: “Vamos a comer un tapir”. “No, a mí no me dieron”, fue su respuesta.
Para María la ausencia de Manuel significaba no tener un hombre que fuera de cacería para que ella comiera. Me tocó compartir mi ración de atún, fideo y sopas en lata, que llevé como provisiones, con ella y sus dos hijos: Ramiro, de 6 años, y Vilma, de 4. Anunciar a los habitantes de Ñoneno que pasaría Navidad allí no motivó ninguna reacción en ellos, ni agrado ni desagrado. Después supe que no era algo personal, simplemente esa festividad y su significado era desconocido para casi todos, con excepción de una niña.
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Además de juguetes y ropa que había recolectado entre amigos y conocidos para entregar a los ñonenos, llevé chocolate, leche en polvo y azúcar, para de alguna manera intentar hacer una Navidad parecida a la nuestra. Por eso el 24 de diciembre los invité a la casa de Octavio, uno de los huaorani. Su mamá y abuela me ayudaron a preparar el chocolate. Los niños, desprovistos de ropa -como andan todos los días- llegaron primero, después aparecieron los mayores, recelosos, quizás porque no entendían lo que pasaba. Algunos no hablan español y los más jóvenes se encargan de traducirles.
Mientras la mamá de Octavio movía el chocolate con una cuchara y lo probaba de vez en cuando, hablaba en shuar conmigo, y aunque yo no entendía lo que decía disfrutaba el momento de compartir con ellos aquel día. El chocolate, que fue disuelto en agua de lluvia, hirvió en una olla grande a punta de leña. Quería repartirlo a las seis de la tarde, antes de que desapareciera la claridad del día, pero fue imposible, se retrasó por esperar a las personas mayores de la comunidad, y fue servido a las siete y media de la noche. Cuando reuní a todos los ñonenos les pregunté: ¿quién sabe qué es la Navidad? Nadie respondió, insistí: ¿han oído hablar del Niño Dios? Solo una niña, que es mitad huaorani y mitad colono y vivió por algún tiempo en El Coca dijo: “el Niño Dios nace en Navidad”, era todo lo que sabía.
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Improvisé una historia de Navidad muy corta y comencé a repartir el chocolate. Les pedí que trajeran un recipiente. Algunos llevaron ollas; otros, mates. Quise que también comiéramos pavo, pero no conseguimos cazar ninguno. La merienda en casa de algunos huaorani en Nochebuena estuvo compuesta de tapir y yuca, ambos sancochados. Otros, a quienes ya se les había acabado el tapir atrapado el día que yo llegué, comieron saíno con yuca, alimentos básicos de su dieta.
También consumen verde, que cosechan en la selva; monos, pavos, chanchos, que cazan con sus cerbatanas; y arroz y fideo que compran en una tienda a la que ubican tras un recorrido de dos horas y media por el río. Servimos el chocolate hasta que se agotó. Cerca de las nueve de la noche y como si fuera cualquier otro día, los ñonenos se retiraron a sus casas a dormir. Al día siguiente, el 25 de diciembre, cuando me levanté, como a las siete y media de la mañana, los hombres mayores ya habían salido a cazar. Esa es su rutina: pescar o cazar, preparar alimentos, comer y dormir. Yo, dispuesto a recorrer 27 horas seguidas de viaje para retornar a Guayaquil, salí de aquella comunidad ese día, después de haber conseguido, aunque lejos de mis padres y tres hermanos, la Navidad que anhelaba”.