Al envejecer, nos convencemos de que no somos dueños de la verdad. En sus memorias, Hillary Clinton escribe: “He amado, he sido amada: lo demás es música de fondo”. Las creencias que no lastiman a nadie son respetables. Nos erigimos en jueces del comportamiento ajeno: prostitutas, infieles, ladrones, criminales, intelectuales perplejos, asaltantes, que no encuentran otra forma de traer pan a su casa. Si no compramos frutas a quienes se hallan al pie de los semáforos podemos al menos ser amables. ¿Quién decidió que estarían allí, nosotros no? Pasamos entre gotas cuando llueve. Los demás tienen cáncer, mueren en accidentes, sienten hambre. De repente salimos en el social mientras otros alimentan la crónica roja. Mañana podría suceder lo contrario.

Brincamos si nos critican. Somos todos criminales de cierta manera. El peor delito no consiste en apuñalear a alguien sino en cruzar la vida sin asimilar nada. Cuando nos parecemos demasiado a quien amamos, llegamos a odiarlo. Los padres se enfurecen cuando los hijos actúan como ellos. Es absurdo, ilógico, aborrecer lo que un día adoramos. Guardemos de los seres a quienes pretendemos conocer la esencia misma de lo que son, su potencial positivo, sin que primen defectos o contradicciones. Lo esencial no es lucir como quisiera la gente vernos sino intentar ser coherentes. Escribo una columna en la que soy de repente reflejo de las lacras, añoranza de las virtudes. Sé que todos morimos: “partir es desafiar al horizonte”. Más nos acercamos a la muerte, más difícil resulta evaluar nuestra propia personalidad. Sin embargo, nos atrevemos a tasar la de los demás. Si no llegamos a perdonar, comprender, rectificar, perdemos el tiempo. Somos capaces de lo mejor, de lo peor. El sentido del humor nos identifica con los extremos. El peor pecado es el “rancio pan del odio” convertido en fanatismo. Máxima virtud sería la posibilidad de absolver contradicciones. “Lo primordial es provocar y conjurar a la vez” (Barthes). ¿Qué distingue San Juan de Antonio Skármeta cuando este último comenta “el más rufianesco de los heroísmos”? Creernos buenos resulta ser el peor de los engaños. Añoramos la infancia porque niños y cachorros no saben de hipocresía.

Como los trenes, cambiamos de carril, nos propulsamos hacia metas desconocidas, buscamos la salida correcta. No poseemos ninguna verdad; por ello resulta tan difícil juzgar. Nos alejamos para no lastimar, desviamos hacia el pozo del olvido, sin leerlo, el correo electrónico ambiguo; nos callamos para no ofender. Al final, no sabemos nada de nada. ¿Algún día, seremos lo suficientemente humildes como para considerarnos humanos? Solo nacimos cuando, con absoluta conciencia, vemos morir a alguien. Lo demás es lujo intelectual, capricho profesional, sutil engaño al que llamamos vida. El mayor logro, en nuestro siglo, sería permanecer fiel a un ideal. Esclavos del ego hasta descubrir nuestra mortalidad, el valor del silencio, la fría soledad que supone nuestro invierno, somos torpes con los demás: es parte de nuestra imperfección. A veces me pregunto por qué insisto en querer escribir.