Estamos en Caná de Galilea. Jesús se encuentra, acompañado por los suyos, en la boda de un pariente. Come, bebe y charla con los invitados. Participa en la alegría de los jóvenes que arrancan la aventura de servir a Dios formando una familia.
En un momento dado se le acerca su madre. Le dice que la fiesta puede aguarse de un momento a otro porque el vino ya escasea. Jesús le advierte que su hora –el momento de manifestar su condición divina– no ha llegado todavía. Pero ella, que conoce su poder intercesor de madre, da instrucciones a los servidores: “Hagan lo que les diga”.

No sabemos si estos hombres conocían el problema de los organizadores. Tampoco si relacionaban el mandato de la Virgen con su solución. Lo que sí sabemos es que obedecieron.

Siguiendo las indicaciones de Jesús, llenaron de agua natural potable –“hasta arriba”, nos precisa el evangelio– seis poderosas tinajas que existían en la casa para hacer las purificaciones.

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La tarea no fue cómoda ni rápida. Necesitaron transportar –cubo a cubo, desde el pozo– unos seiscientos litros del líquido elemento. Al final, cuando tenían ya las seis tinajas hasta el borde, me imagino que debieron preguntarse: “Y ahorita, ¿qué más nos toca hacer?”.

Mas cuando se esperaban una nueva y complicada operación, Jesús les ordenó una cosa muy sencilla: llenar una pequeña jarra con el liquido de las tinajas y llevársela inmediatamente al mayordomo.

Al momento de sacar la muestra, los sirvientes debieron darse cuenta de que el agua –antes pura y transparente– lucía como turbia. Pero no nos comunica el evangelio que notaran el cambio sustancial y accidental efectuado. Lo que dice es que sabían a la perfección su procedencia.

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El que sí se dio perfecta cuenta de que aquello era buen vino fue el experto mayordomo. Lo probó y quedó maravillado. Tanto que llamó al flamante esposo y le comunicó su asombro: “Todo el mundo pone primero el vino nuevo y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”.

“Así, en Caná de Galilea –concluye el evangelio– Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él” (Cf. Juan 2, 1-11).
En este primer milagro de Jesús, además de su mensaje en directo, me llama la atención lo que me enseñan los sirvientes: el valor de la obediencia y del trabajo bien hecho. No obstante que pudieron haberse conformado con llenar las seis tinajas “más o menos”, las llenaron a conciencia. Y con ello le ofrecieron a Jesús la posibilidad de hacer aquel milagro generoso.

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Todos los trabajos de los hombres –también el suyo y el mío– tienen su “hasta arriba”. De esa perfección humana de nuestro trabajo depende la otra perfección profunda: la que convierte el trabajo –si lo hacemos por amor a Dios, obedeciendo lo que nos señala su divina voluntad– en tarea santa y santificadora.