Cuando se levantó esa mañana –porque decir “despertó” era una mentira: apenas si logró cerrar los ojos unos minutos– supo que estaba al borde de que le ocurriera algo que, aunque no alcanzaba a establecer con exactitud de qué se trataba, ya no podría controlar. Era algo así como estar a punto de perder para siempre el sentido o la esencia de ser él mismo, la estructura básica individual para despertar cada mañana con un rumbo, con un deseo, con una meta, por más insignificantes que pudiesen parecer.

Tomó la decisión porque ya lo había probado todo, o al menos eso creía: la gente que lo estimaba empezó a preocuparse por su aspecto, sus ojeras, su evidente descuido al vestir y al arreglarse. No faltaron las recetas, las fórmulas, las salidas fáciles. Y él, en su angustia por escapar de sí mismo, de ese tenaz perseguidor que es el miedo a existir con ese extraño que de pronto se mantiene adentro, agazapado, pasó por muchas experiencias inútiles. Durante el día había tratado de evitar todo lo que se supone hace daño y altera los nervios o la salud: el café, el té, las grasas, el chocolate, el azúcar, el cigarrillo, el alcohol, el ají, las comidas pesadas.

En la oficina ponía sus esfuerzos en no estresarse, en hacerlo todo a tiempo para no sentirse presionado, de tratar de pasar casi desapercibido. Alguien le  recomendó también que, en lo posible, no leyera los diarios porque, supuestamente, solo traen noticias negativas o deprimentes, y entonces, ¿para qué leerlas? Le aconsejaron que no mirara noticiarios de televisión y películas violentas. Una familiar le dio, también, una receta que se considera infalible: por las noches, antes de acostarse, debía beber agua con valeriana, agua con una hoja de lechuga o agua con cedrón. Alguna de las tres debía resultar.

Pero los monstruos interiores seguían allí, en su cabeza, en su alma, inasibles y amorfos, omnipresentes y torturadores. Sentía que carcomían pedazos de su alma o de su espíritu o algo así, porque ya no sabía qué llevaba adentro. Podía percibir como esos monstruos, esos demonios, esos fantasmas roían el poco ánimo que le quedaba. Cuando llegó donde el médico, no supo cómo responder la pregunta acerca de las razones por las cuales decidió buscar un profesional. ¿De qué manera un adulto puede decir –sin que suene ridículo, cursi, melodramático o bobo– que siente un miedo inmenso y multiplicado, que tiene la sensación de estar perdiendo la cordura, de que no puede dormir porque teme despertar y que no quiere despertar porque no ha dormido, que a veces teme a sus propios pensamientos, que le queda poca voluntad para seguir, que cuando está solo llora por sentirse tan frágil e incapacitado? “Algo extraño me pasa”, alcanzó a decir cuando el médico empezó a indagar los datos básicos para llenar la historia clínica. “Algo me pasa”, repitió antes de que los demonios propios le exigieran silencio.