Cambiar de casa puede parecer, en una mirada poco atenta, como cambiar de piel. Pero es más que eso. Los espacios de la vivienda están interiorizados de tal modo que moverse por ellos acaba constituyendo una forma de moverse por el interior de uno mismo. Cuando vamos de la cocina al cuarto de trabajo, en busca de las gafas que hemos olvidado sobre la mesa, no estamos haciendo un recorrido exterior a nosotros mismos, sino un viaje íntimo a través de una geografía imaginaria en la que están implicadas todas las habitaciones en las que hemos vivido. Esas oquedades físicas se han transformado con el tiempo en espacios morales que visitamos cada vez que nos lanzamos desde el pasillo a la aventura, en apariencia intrascendente, de atravesar la casa.

Si cierras los ojos y reproduces las sucesivas habitaciones de tu vida, comprobarás que con la suma de todas ellas podrías construir una vivienda que al final sería una réplica de ti mismo. Tendría lugares inaccesibles, porque hay habitaciones que no hemos conseguido alcanzar, aunque hayamos dormido en ellas. Habría también espacios oscuros, húmedos, que representan esas formaciones cavernosas de la conciencia que frecuentas poco. Y lugares llenos de corrientes de aire, como los pulmones, de los que te retiras cuando comienzan los primeros fríos de septiembre.

Y escaleras, multitud de escaleras que todavía no has averiguado si servían para bajar o para subir. No digo nada de los pasillos, porque en ellos, por lo general, hemos tallado minuciosamente nuestros primeros miedos a lo desconocido. Ellos representan, más que ninguna otra figura arquitectónica, la inestabilidad de lo real, pues los hay que por la noche se convierten en callejones que nunca tendremos el valor de atravesar.

Cada vez que hacemos una mudanza, nos juramos que será la última, pero no es cierto, siempre reincidimos. Y aunque procuramos comunicar a todo el mundo la nueva dirección, podemos jurar que habrá una carta, quizá la única que valía la pena, que se perderá. Por eso nos cambiamos también, para conservar la impresión de que tenemos, aunque algo importante, es irrecuperable.

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