Concluye el entrañable tiempo de la Navidad con el Bautismo del Señor. Acaba la actualización sacramental, dejándonos sabor a poco, de los misterios de la vida oculta de Jesús. Comienzan sus trabajos redentores y los signos de su identidad divina. Se encuentra el Cristo en el Jordán mezclado con la muchedumbre. Ha cumplido los deseos de su Padre recibiendo de San Juan aquel bautismo penitente. No necesitaba purificación alguna. Quería que las aguas, en su momento oportuno, sirvieran para hacernos hijos de su Padre Celestial. Y después de aquella voluntaria humillación, se encuentra recogido en oración.

De pronto se abre el cielo. Desciende en forma de paloma el Espíritu Santo y se escucha el testimonio del Eterno Padre: “Este es  mi hijo, el amado, el predilecto”. La Santa Trinidad, usando las antenas receptoras que tenemos los humanos, nos comunica la inauguración del tiempo del Amor y de la conversión. (Cfr. Lucas 3,15-16. 21-22).

Estas palabras del Divino Padre y esta unción sacerdotal con el Espíritu Divino se actualizaron misteriosamente cuando a usted y a mí nos bautizaron. El agua y la palabra del Señor, por medio del sacerdote, nos hicieron existir de un modo nuevo. Desde entonces me repite el Padre Celestial: “Eres mi hijo; te amo con predilección; nunca dejaré de amarte; salvo que me rechaces en el momento de tu encuentro con mi infinitud, te amaré eternamente”. ¡Con qué seguridad he de vivir! Soy hijo –en el Hijo y por el Espíritu Santo– de quien gobierna la historia. Me quiere más que todas las madres y padres juntos puedan querer a sus hijos. Hace que lo que  sucede –incluso mis pecados– pueda llevarme al Amor. No permite que me pase nada irremediable. Todo lo dirige a mi felicidad. ¡Con qué seguridad he de esperar la muerte que me llevará a la Vida!

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Pero si su paternidad me llena de tranquilidad, también me llena de responsabilidad. Mi conducta debe reflejar mi identidad. No puedo comportarme como un hijo de patán. No puedo hacer que quien me adopta como hijo quede mal. Mis obras deben demostrar quién es mi Padre. Los que me traten deben descubrir, aunque se trate solo de un reflejo, las perfecciones de mi Padre Celestial. Por otra parte, he de comprender que los demás, en especial los bautizados, son también hijos de Dios. Y que si les maltrato, disgusto a quien les quiere más que todos los padres y madres de la tierra juntos. No puedo pretender que Dios me vea con agrado si sus restantes hijos me tienen sin cuidado. ¡Con qué responsabilidad he de vivir mi filiación divina!

En fin, mi condición de hijo amado y predilecto me lleva al agradecimiento: ¡cómo debo agradecer mi filiación divina! Primero, debo amarla apasionadamente. No seré un buen hijo si no le llamo Padre muchas veces y no le insisto en que lo amo. Si no le digo muchas veces que me siento orgulloso de mi “divinización”. Después, inseparablemente, debo intentar que los otros –mi familia y mis cercanos– también le muestren su agradecimiento. De otro modo, aunque me cueste aceptarlo, me porto como un hijo de patán.