¿Podrá la educación caber dentro de un lema o de una consigna?, me he preguntado cuando algún innovador nos sale al paso esgrimiendo con orgullo la fórmula que trata de sintetizar su propuesta. Así, hemos pasado de “educación integral”, a “educación para la vida”, a “educación personalizada” y muchos más.

Y, como siempre, el afán nominador se queda corto ante la realidad. Al margen de los nombres, nadie mejor que el mismo ciudadano maduro para apreciar si la educación básica que recibió le ha sido útil, si adquirió las destrezas lingüísticas y matemáticas para continuar por los derroteros de la comunicación y del cálculo, si los valores que cultiva fueron sembrados por su hogar y corroborados por su escuela.

Creo que todos aceptamos fluidamente que la educación no termina jamás. Y que la agilidad y aciertos del proceso, iniciado muy tempranamente, dependen de unos disparaderos que se detonaron en el momento y circunstancia justos. Eso es, en la infancia y la adolescencia. Por eso, estoy acostumbrada a encontrarme con ex alumnos que tienen muy claro qué los ha convertido en lo que son. Qué los hizo sufrir. Qué los liga o separa de instituciones y personas. Como tengo la suerte de frecuentar estos reencuentros, ellos me iluminan con las conclusiones a que han llegado y trato de sintetizar en este artículo.

En primer lugar veo que se sienten ciudadanos del Ecuador y caminantes del mundo. Que no se engañan frente a la problemática que los rodea, pero que nunca han cerrado las fronteras hacia horizontes más amplios. Cuando optaron por el extranjero, viven con la mirada puesta en esta tierra con la que mantienen vínculos afectivos y laborales. Observo que son espontáneos ejercitantes del sentido crítico, no aceptan con pasividad el mensaje ajeno porque han hecho natural analizar los que les llega por medio de voces, páginas y pantallas. Su adhesión a ideologías, religiones, partidos políticos, proviene de convencimientos.

Tienen fe en la ciencia y en la técnica. Hablan varios idiomas. Insertados en la vida empresarial luchan por empresas correctas que tratan justamente a sus empleados.

Naturalmente, no voy a caer en la candidez de las generalizaciones. También vi jóvenes capaces de hacer trampa, de utilizar a sus padres en su red de mentirijillas, de obedecer el impulso hormonal sin mucho obstáculo de la conciencia. Todo tenía una explicación en ese momento y la sigue teniendo ahora.

Lo importante es lo que ambos, profesora y ex alumno, hoy sabemos: que el balance personal se hace por dentro y que allí, en ese territorio íntimo, no hay engaño posible.

¿Cómo se llegó a tanto?, podría interrogarse. Haciendo elecciones a diario, diría yo, de la materia, del programa, del tema, de la respuesta adecuada para cada momento. No evadiendo ninguna pregunta. Cuando el libro elegido para trabajar no les gustaba, a mí me correspondía persuadirlos de que las exactas palabras de esa ficción, de ese discurso, nos estaban legando verdades a nuestra condición humana. Y hay mucho más para el análisis que no cabe en estas líneas.

Entiendo que el tiempo no ha detenido el afán de crecimiento. Nos encontramos, celebramos. Ahora los veo empeñados en educar a sus hijos de parecida manera.