La educación ecuatoriana en el 2003 atravesó por una profunda crisis, derivada de factores estructurales y coyunturales.

Tres ministros de Educación en un año, dos paros importantes que han afectado a más de dos millones de estudiantes; un acuerdo Gobierno-UNE incumplido; violencia callejera en plazas, calles y caminos; huelgas de hambre; varios millones de dólares de pérdida por pago de profesores sin laborar; pérdida de la imagen social de los maestros; deterioro de la calidad de los aprendizajes por la suspensión del proceso pedagógico; una Ley Orgánica de Educación sin consenso, detenida por falta de decisión política, sin contar la cantidad de tinta y papel que se ha escrito sobre el tema; y sobre todo, la carencia de una agenda mínima para la educación, es la síntesis de la crónica de una debacle anunciada.

Tres son los componentes de esta crisis: la irresponsabilidad del Estado, que no ha sabido –o no ha querido– ubicar a la educación en el escenario nacional; la indiferencia de la sociedad civil; y la insensibilidad de un gremio de maestros, que ha luchado por la reivindicación de salarios –muy explicable, por cierto–, pero sin aportar, más allá de propuestas aisladas, a un proceso de transformación de la educación, a través de un proyecto de mediano y largo plazo.

Reiniciadas las actividades docentes y escolares es urgente emprender con todos los actores sociales, económicos, políticos y culturales el diseño de un nuevo Ministerio de Educación, que responda a los retos actuales y potenciales de la sociedad ecuatoriana, de cara al futuro.

Un punto de partida es la voluntad política –qué se espera de este Gobierno– para ir más allá de la solución del déficit de caja, que ha sido y es el problema financiero central del MEC. Una decisión emergente en esa línea es lograr el pago puntual de los salarios, a través del sistema bancario privado nacional, para así evitar los retrasos que se convierten en pretextos para la suspensión de clases.

Estabilizado el magisterio vendría el siguiente paso: trabajar por una agenda mínima para la educación, que incluya al menos los siguientes puntos: la aprobación de la nueva Ley Orgánica de Educación, que se halla lista para segundo debate; racionalizar los recursos humanos del MEC, a través de una auditoría técnica, administrativa y financiera que permita la reasignación de recursos y así eliminar las inequidades territoriales, técnicas, culturales y de género, que se presentan en el sistema, y de manera especial el denominado “piponazgo educativo” (se ha denunciado que doce mil “pipones” cobran sueldo en el magisterio); ejecutar el programa sectorial de reforma del sector social y sus compromisos en materia educativa, especialmente en lo que a descentralización se refiere; definir un proyecto de capacitación del magisterio, como parte de un programa integral de mejoramiento de la calidad de los aprendizajes, que implique la recertificación total de los docentes ecuatorianos, con participación directa de las universidades, unido a un sistema de evaluación y rendición de cuentas, desde el Ministro hasta el último de los docentes en nómina; y un agresivo programa nacional en lenguaje y matemática, que tenga como objetivo superar los niveles establecidos en el sistema de medición de logros académicos ‘Aprendo’.

Si al menos se cumplieran estos aspectos, el nuevo Ministerio sería una realidad.