El sabor manabita y esmeraldeño está presente en Guayaquil. Gente nacida en estas provincias, así como en otras de la Sierra, se desplazó a esta ciudad trayendo  sus productos como una fuente de subsistencia.

El plástico que tapa el queso no deja que se perciba el olor de esa leche cuajada, tan consistente que entre los dientes no se desmorona y en un  hervor  se derrite fácilmente. Sobre el mostrador del negocio de Ricardo Vallejo, en la entrada de la ciudadela Martha de Roldós, hay también dulces, manjar, vinagre, maní, sal prieta.

Todos son productos manabitas, un negocio que comenzó en las ferias libres que funcionaron en  Guayaquil en los años  90,  y  que con el tiempo se formalizó: el queso que vende Ricardo tiene registro sanitario y algunos dulces,  envases y marca.

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Él  salió de Chone, renunciando a   su trabajo de profesor de  cultura física –del cual aún conserva algunos  músculos definidos– para abrir su tienda de productos manabitas, la que asegura  fue la cuarta en  la ciudad. Cinco años después,  su hermano Alejandro, quien  entregaba quesos y dulces en las ferias libres, se radicó   con su  local en Sauces 8,  y sigue siendo distribuidor. Los hermanos Vallejo son parte de los casi 277 mil manabitas que viven en el Guayas, según  datos del 2001 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).

Manabí es la provincia con mayor representatividad en Guayaquil, sus nativos migraron desde hace más de cien años. Una  evidencia de ese desplazamiento es la  creación  de  la Sociedad de Beneficencia Manabita en 1888, con el fin de ayudar a la colonia que se había formado en la ciudad y que en la última década  ha ganado espacio con sus productos. Se estima que en la   actualidad funcionan  más de 30   tiendas de estos artículos.

El sabor también llegó de Esmeraldas. Algunos de sus habitantes, como Palmenia Mercado, trajeron sazón y fuerza para mover el coco rallado sobre la leña, en un intenso calor –normal en esta ciudad luego de una mañana de continua lluvia– y escuchando el son del bombo  reproducido en un casete, el mismo dundún que acompañó el canto  de su comunidad en Nochebuena: “Dónde está mi niño, tilín tilín / todo serenado, tilín tilín”, un arrullo  tradicional  que  mantienen en Guayaquil.

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El mal tiempo del pasado 26 de diciembre retrasó  diez horas la preparación de cocadas, el oficio al que se dedicaron muchos de los esmeraldeños recién llegados a esta ciudad y que ahora pasan de 53 mil, según el INEC, aunque  representantes de las agrupaciones afroecuatorianas estiman que en el Guayas residen 220 mil, incluyendo a los afrodescendientes nacidos en esta provincia. Otros también vendían  coco y cargaban cajas de banano en el Puerto.

Ahora,  las mujeres “están dejando de trabajar en las casas (servicio doméstico) para poner sus negocios”, señala Enis Estupiñán, dirigente de este grupo étnico.
Algunos trabajan como profesores, en las Fuerzas Armadas, Policía, compañías de seguridad y como obreros, dice Carlos Cabezas. Él maneja desde Guayaquil, como encargado, la Dirección  de  Defensa de los Derechos del Pueblo Afroecuatoriano, una dependencia de la Defensoría del Pueblo que es otro espacio ganado por este pueblo.

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Palmenia es de Calderón, un pueblo  con playa que no tenía carretera cuando ella lo abandonó, hace 23 años, por eso salió  en canoa. Espera que algún día los autobuses en los que se embarca todos los fines de semana para ir a  pueblos cercanos a vender su producto –lo hace fuera de la ciudad para evadir a la  competencia–,  la lleven  a su tierra a recuperar la paila de bronce en la que su abuela hacía cocada.

Las manos de Segundo Viz no preparan nada, pero ya no están llenas de tierra como antes, aunque  conservan la aspereza de haber empuñado  el azadón, pico y pala para sembrar y recoger papas, cebollas y cebada. Hace cinco años dejó de cultivar la tierra, en su natal Colta, al sur de Riobamba. Los jeans  y las camisetas que acostumbra vestir, para aguantar el clima –en esta época, hasta 20° más caliente que en su pueblo–, hacen que se pierdan sus rasgos de  coltense, la población indígena más grande en  Chimborazo. Él, su esposa María Fernández, y tres de sus cuatro hijos integran el grupo de  7.223 personas que  migraron a la ciudad desde esa provincia entre 1997 y el 2001. En total, son  49.760 chimboracenses los que viven aquí, según el INEC.

El lunes pasado, Segundo atendía  su negocio de venta de  abarrotes en el suburbio. Como el 70%  de los 350 mil indígenas –según  un censo realizado el año pasado entre las organizaciones e iglesias de esa etnia– que residen en Guayaquil, él se dedica al comercio minorista, en especial de alimentos, porque “es conveniente, todos los días se vende y se  coge plata”, dice. En el campo debía esperar meses para obtener dinero por su cosecha, y si esta era abundante, todo dependía de las lluvias, pues no había riego en su zona. Hasta el año pasado fue informal, vendía  en los alrededores de la calle  Pedro Pablo Gómez. Pero rentó un local con los ahorros de su trabajo, que empieza a las 06h00, con la compra de  productos en el mercado, y termina a las 22h00, cuando cierra el almacén y aquel espacio de 3 m x 4 m se convierte en un cuarto para  dormir.

Sin embargo, muchos  de estos comerciantes son informales. Por ello, la Asociación de Profesionales Indígenas del Litoral pide que así como los ministerios de Salud y Educación han creado departamentos para atender a los indígenas, en el  Municipio  “haya un hermano como intérprete que diga estas son las ordenanzas y esto  lo que debemos hacer” y de esa forma  organizar su actividad, dice Dolores Cepeda, dirigente de la asociación. Una organización que llegó el año pasado para los 30  otavaleños, aproximadamente, que por más de 20 años se habían instalado en  el soportal de la iglesia San Francisco. Segundo Lema fue reubicado en el Mercado Artesanal Machala para continuar con el que ha sido su oficio desde 1978: la venta de tejidos. En ese lugar, conserva el uso de alpargatas blancas y pantalón de lino del mismo color y camisa –fuera del Mercado viste con zapatos deportivos y pantalones de mezclilla– y el gusto por la sopa de cebada, que prepara una cuencana para quienes trabajan ahí. El ir y venir de Otavalo terminará en este 2004, cuando traiga a toda su familia a vivir a Guayaquil.

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