Si alguien se niega a algo así en la España actual, será despedido sin vacilación ni trabas. Que los empleadores siempre encontrarán a otro dispuesto a lo que sea (a jugarse la vida, confiando en la suerte), y así prescindirán del trabajador reacio sin un pestañeo.

Había antiguamente una cosa que se llamaba el espíritu de la ley, y que los magistrados no debían perder nunca de vista, hasta el punto de poder ponerla por encima de la letra de la ley, en caso de conflicto entre ambas, o de perplejidad y duda, o de que dicha letra –como era fácil que sucediera, por su propia abstracción y general carácter– no tuviera en cuenta no ya las circunstancias concretas de cada asunto juzgado, sino la realidad.

A nadie se le escapaba que las leyes más justas sobre el papel podían traer, como resultado de su aplicación literal, flagrantes injusticias en la vida real, y se encarecía a los jueces que se previnieran contra tal peligro, contra esa trampa, contra esa tergiversación o asechanza contenida en los mismísimos textos y disposiciones legales que constituían su guía y su brújula. Por así decirlo, se les advertía del carácter persistente, trapacero y cambiante de la injusticia, que logra disfrazarse también de justicia, agazaparse en ella, alojarse en ella taimadamente.

A tenor de no pocas sentencias recientes, en España ese espíritu de la ley –que al no figurar en la ley correspondía al juez encarnar, para protegernos de la propia letra, si procedía– está pasando a la historia, o al menos esa es la percepción de la ciudadanía ante tantos fallos judiciales contrarios a su entendimiento, es decir, que la gente no se explica, no concibe, no comprende, por mucho que los magistrados responsables de ellos y sus corporativistas colegas proclamen con gran desdén que “se ajustan a derecho” (solo faltaría que ni siquiera lo hicieran).

La lista sería muy larga: dos guardias civiles absueltos de matar a patadas a un detenido, al no estar probado que su intención fuera causarle la muerte y además no saberse cuál de los dos le propinó la fatal y definitiva, en la cabeza, luego ni homicidio ni delito de lesiones ni falta ni nada; varias ocasiones en las que los tribunales no apreciaron “ensañamiento” en las doce o setenta puñaladas que un prójimo le asestó a otro, porque la víctima la palmó ya a la cuarta y todas las demás no le causaban padecimiento, a partir de la quinta se acuchillaba solo a un cadáver; supuestos abusadores de niños condenados sin más prueba que su denuncia, porque “el rasgo psicológico dominante” de los culpables de estos delitos es la negación de los hechos, como si no hubiera de serlo también, por fuerza, de los inocentes (¿o es que el inocente debería admitir su culpabilidad para así ser considerado inocente?); un fulano que ató de pies y manos y amordazó a una joven para luego violarla vaginal y bucalmente, que ve rebajada su pena porque su violencia “no revistió un carácter particularmente degradante o vejatorio”, ya que al sentir arcadas la víctima tras la eyaculación en su paladar, el agresor tuvo la delicadeza de darle un vaso de agua y de “retirarle la cinta de la boca ante sus protestas por no poder respirar”. Son todos ejemplos reales de los últimos siete años.

Ahora llevamos unas cuantas sentencias en las que se ha juzgado responsables o culpables de sus propias muertes o de sus irreversibles lesiones a diferentes trabajadores que sufrieron accidentes laborales, y en las que se ha exonerado, por tanto, a las empresas o subempresas que los contrataban.

El razonamiento más insultante ha sido el del juez –en seguida arropado por su gremio– que dictaminó que el trabajador debería haberse negado a realizar su tarea en condiciones de seguridad deficientes, y que allá él si no se opuso. Y eso es desconocer la realidad. Es ignorar que si alguien se niega a algo así en la España actual, será despedido sin vacilación ni trabas. Que los empleadores siempre encontrarán a otro dispuesto a lo que sea (a jugarse la vida, confiando en la suerte), y así prescindirán del trabajador reacio sin un pestañeo. Que la precariedad laboral lleva a la mayoría a tragar con condiciones abusivas y explotadoras a las que los sindicatos no ponen coto, con horarios ilegales, con arbitrariedades de muchos jefes, con tácitas leyes de acatamiento y docilidad, de renuncia a las reivindicaciones y aun de práctica del chivatazo.

Y salvando las distancias de “aparatosidad”, digamos, esas sentencias equivaldrían a condenar a un soldado raso por no rehusar cumplir órdenes criminales de sus superiores, que lo habrían fusilado in situ si hubiera desobedecido; a juzgar culpable a un niño-soldado africano, solo en el mundo y muerto de hambre, por no negarse a ser reclutado por el primer bandido que le da un mendrugo o lo amenaza con pegarle un tiro si no se enrola; a enviar a prisión a una joven prostituida por no elegir morirse de inanición o exponerse a la paliza del tratante o chulo antes que alquilar su cuerpo y arriesgarse con ello a contraer el sida o a que la descuartice un cliente sádico. Sigan tantos jueces “ajustándose a derecho” y no a la razón, a la ley y no a su espíritu, a la abstracción de sus textos y no a la realidad concreta. Siga el Fiscal General, Cardenal, ofreciendo su espalda al Gobierno para que se la palmee. Sigan todos ellos dinamitando la confianza de los ciudadanos en la justicia. Es lo que más exaspera a la gente, deberían saberlo. Sigan jugando con fuego y agitando teas, que provocarán incendios.