Lo que me trae de regreso a mi punto inicial: perderemos el combate contra el terrorismo si no hacemos el esfuerzo de comprender cómo piensan otros.

Según The New York Times, el presidente Bush se quedó genuinamente sorprendido cuando por líderes islámicos moderados se enteró de que se habían vuelto profundamente desconfiados de las intenciones estadounidenses. El reportaje sobre “el abismo en la percepción” insinúa que el líder de la guerra contra el terrorismo no tiene idea de qué tan mal le está yendo a su guerra; que, en última instancia, debe ser una guerra de corazones y mentes.

La ignorancia de Bush puede reflejar su falta de curiosidad: “La mejor forma de obtener noticias” -dice- “es de fuentes objetivas. Y las fuentes más objetivas con las que cuento son las personas que integran a mi personal”. Dos palabras: emperador, ropa.

Sin embargo, son muchas más las cosas que están sucediendo: una especie de ignorancia premeditada, supuestamente impulsada por intereses morales pero que en realidad refleja a la política interna. Sin duda que es importante comprender cómo nos ven otros, pero una nueva versión de lo que es políticamente correcto posterior al 11 de septiembre ha hecho que incluso sea difícil hablar sobre sus puntos de vista. Cualquier estadounidense que trata de ir más allá de “Estados Unidos el bien, los terroristas el mal”, que trata de entender –no de condonar– la creciente reacción violenta en contra de Estados Unidos en el mundo, se enfrenta a ataques furiosos expresados en un tono de gran indignación moral. Los atacantes sostienen que defienden la claridad moral, y es posible que algunos de ellos incluso lo crean. Sin embargo, en realidad están siendo utilizados en una batalla política interna.

Días atrás, me encontré envuelto en esa batalla. Escribí sobre por qué Mahathir Mohamad, el primer ministro de Malasia –un astuto aunque detestable hombre que ajusta el volumen de su antisemitismo dependiendo de las circunstancias– eligió incluir una diatriba antijudía en su discurso pronunciado en una conferencia islámica. En efecto, fui acusado en diversos lugares no solo de “tolerar el antisemitismo” (yo soy judío) sino de estar a sueldo de Mahathir. Tácticas difamatorias aparte, la orientación de los ataques fue esa porque el antisemitismo es malo; cualquiera que trata de comprender por qué los políticos fomentan el antisemitismo –y busca formas distintas a las de la fuerza militar para combatir la enfermedad– es un apologista del antisemitismo y es cómplice de la maldad.

No obstante, esa meticulosidad moral es curiosamente selectiva. El año pasado, el gobierno de Bush, a cambio de una base militar en Uzbekistán, otorgó 500 millones de dólares a un gobierno que, según el Departamento de Estado, usa la tortura “como una técnica rutinaria de investigación”, y cuyo presidente ha asesinado a sus opositores con agua hirviendo. La policía de la claridad moral se quedó notablemente callada.

¿Por qué está bien ayudar a un brutal dictador mientras que tratar de entender por qué otros no confían en nosotros –y hacer algo para generar esa confianza– está mal? ¿Por qué no le da a los musulmanes moderados mejores argumentos en contra de los radicales, oponiéndose a la política de asentamientos de Ariel Sharón, cuando una mayoría de israelíes piensa que algunos de ellos deberían ser abandonados, y cuando incluso oficiales militares israelíes se han vuelto tremendamente críticos de Sharón?

La respuesta es que en estos casos la política se vuelve prioritaria en lugar de la guerra contra el terrorismo. Los musulmanes moderados tendrían más fe en las buenas intenciones de Estados Unidos si al menos existiera la apariencia de una distinción entre Estados Unidos y el gobierno de Sharón; pero el gobierno busca los votos de quienes piensan que apoyar a Israel significa apoyar cualquier cosa que haga Sharón.

Los musulmanes están completamente equivocados al pensar que Estados Unidos está comprometido en una guerra contra el islam. Sin embargo, esa percepción errónea prospera en parte debido a que la estrategia política interna del gobierno de Bush –sin ya poder proclamar que la guerra contra Irak fue un triunfo, y apenas con un poco de tinta roja para mostrar sus planes económicos– se parece cada vez más a una cruzada.

Lo que me trae de regreso a mi punto inicial: perderemos el combate contra el terrorismo si no hacemos el esfuerzo de comprender cómo piensan otros. No obstante, debido a que la batalla política interna parece estar más centrada que nunca antes en la religión, tales intentos de comprensión han sido acallados a gritos.
© The New York Times News Service