La FAE dice que polígono de Punta Barandúa ya no es usado. La Marina también deslinda responsabilidad.

Sobre los árboles encontró pedazos de piel ensangrentada. En el suelo árido estaba, mutilado, irreconocible, el cuerpo de su hijo Juan Martín Rodríguez Rodríguez, de 9 años. Hacía pocos días que él había terminado con buenas calificaciones el trimestre en el segundo grado de la escuela de la comuna Cerro Alto, donde vivía. Y esa mañana del 23 de noviembre de 1991 yacía sin vida.

El niño esperaba a que su tío paterno recogiera un poco de leña para llevar a casa y preparar el desayuno, pero encontró una munición, de aquellas que usaba en las prácticas de entrenamiento el personal de la Fuerza Aérea Ecuatoriana (FAE). El lugar: el polígono de Punta Barandúa, en la península de Santa Elena, de más de 50 mil has de extensión.

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Lo último que hizo el pequeño fue golpear el explosivo. Murió de inmediato, según los reportes médicos. Aún hoy los ojos de Justino Rodríguez y los de su esposa Luisa se cubren de lágrimas al recordar las escenas. Ellos, mientras los aniquilaba el dolor, tuvieron que recoger los pedazos de su pequeño y meterlos en una caja cualquiera. Aunque –aseguran– suplicaron ayuda para cubrir los gastos del entierro, los jefes de la base de la FAE en Salinas “se mantuvieron indiferentes a la tragedia, se negaron a ayudarnos”, revela Justino, quien actualmente tiene tres hijas pequeñas.

“Perdí a mi único hijo varón. Soy un hombre pobre que vive de recoger piedras del río, pedí ayuda a los culpables y, simplemente, no les importó nuestro dolor”.

Actualmente, las detonaciones durante los entrenamientos mantienen a las familias de los alrededores en tensión, dice Gregoria Lainez, habitante de la ciudadela Taos, en Barandúa. Ella hace cuatro meses tuvo que asegurar las regletas de vidrio de su ventana para que no se sigan cayendo y quebrando cuando se dan las descargas. “Las paredes y los pisos cuarteados no los he hecho arreglar. ¿Para qué?”, se pregunta, y enseguida se responde: “Si otra vez se rajarán”.

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Ella insiste que víctimas de las bombas murieron dos hombres que golpearon con un martillo un artefacto que encontraron en el campo de práctica. Su vecina Clemencia Domínguez, cuya casa está a 500 metros del polígono, se lamenta del estruendo de las prácticas de guerra.

Los últimos ejercicios militares se realizaron hace quince días, según los moradores del sector. Y se efectuán, generalmente, dicen ellos, desde las 15h00 hasta las 21h00. Y mientras ocurren, Clemencia y sus ocho hijos se resguardan en la vivienda, con las puertas y ventanas cerradas y con “la piel medio alborotada”, por los nervios.

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“La casa se estremece, las balas cruzan por todos lados. Una de ellas rompió la ventana de la villa que tiene mi patrona frente a la mía”, repite ella, aún asustada.

Bryan Recalde, de 3 años, vive con su abuela María Recalde, a pocos metros del campo de maniobras y se asusta de cualquier ruido. “Él, como todos, tiene miedo a las bombas”, murmura su abuela. El piso de su casa también registra fisuras.

El director de Planificación de la FAE, coronel Jorge Gabela, afirma que el polígono no es usado hace quince años. “Antes sí se hacían prácticas. Ya no y no hay ningún riesgo”. La Armada, además, ratifica esa versión. Su jefe de Imagen Institucional, capitán Pablo Tascón, reitera que “la gente exagera. Hace como 30 años que ya no hay maniobras allí”. Pero Luisa dice que no les cree, mientras a su mente vuelven las imágenes de su hijo mutilado.