El Alcalde nos había invitado para saludar al Presidente. Mientras lo esperábamos, el tema de conversación de algunos grupos era el “cura Flores”. Cuando me acercaba, cambiaban delicadamente de tema. Probablemente porque este tema se agotó, a alguien se le ocurrió iniciar una ronda de chistes. Con lo que había oído y con lo que se me ocurrió en ese momento les dije que “la Aduana desde hace mucho, de una u otra forma, anda tan mal en las mismas manos, que ya no tiene cura”. Captaron el mensaje: No estaba acomplejado por el probable robo de 10 millones, dirigido o tolerado por un sacerdote; quien no debió ser nombrado y no debió aceptar una responsabilidad, ajena a su identidad. No estaba acomplejado porque sé que monjas, curas, obispos, luchamos por ser buenos, pero no somos angelitos. Salidos de la entraña de nuestro pueblo, caminamos por senderos recorridos por todos, polvorientos o lodosos, algunos al margen de barrancos. Solo el que permanece sentado o acostado no está en peligro de resbalar. Los cristianos hemos de aceptar este riesgo, porque debemos permanecer en camino, como miembros de una caravana de peregrinos. El Concilio Vaticano II nos bajó de las nubes al afirmar que la Iglesia, es decir, la comunidad de todos los bautizados, es santa por su unión con Cristo; pero al mismo tiempo es pecadora, que tiene que limpiar sus pies una y otra vez, tiene que levantarse y seguir caminando hasta llegar a la meta.

Por supuesto, el probable delito del sacerdote Flores me causa dolor. Sin embargo, en momentos, el escándalo provocado me causó alegría; pues era un signo de que la ciudadanía, en general, consideraba y considera una excepción que llama la atención el que un sacerdote católico esté mezclado en el delito, del que con documentos se le acusa. Tengo la impresión de que el escándalo fue alimentado con la repetición diaria de lo mismo, durante cuatro meses. Solo el burdo abuso de la prisión preventiva justifica, en parte, la fuga del sacerdote Flores. Fugarse es un parcial reconocimiento de culpabilidad: debió quedarse, para dar los elementos de juicio que ciertamente faltan. El sacerdote Flores hubiera borrado en parte su probable pecado, si hubiera afrontado la tortura de la prisión preventiva, para colaborar en la búsqueda de toda la verdad.

Esa fue y es la aspiración de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana; en momento alguno los obispos hicimos nuestro el “sentido de cuerpo”. El país está antes; las instituciones están a su servicio, y estas no pierden su capacidad de servicio por errores aislados de sus miembros, pero sí la pierden en la nebulosidad de la duda y más en la oscuridad de la mentira. Los errores institucionales se corrigen, no se ocultan. Observo con simpatía que, al informar y comentar las varias acusaciones a miembros de las Fuerzas Armadas, todos se cuidan de no acusar a la institución; más aún, algunos expresamente las liberan de toda marcha. Como ecuatoriano, quiero que “así sea”.