El puerto de Cádiz es una de las ciudades más antiguas y pintorescas del sur de España que merece ser visitada.

Aquí uno se pierde por estrechos callejones, donde las vecinas conversan desde su ventana con la del balcón de al frente.

Es evocador ingresar a una de las tiendas del barrio que exhiben sus productos en estantes de madera al alcance de los clientes, quienes leen en una pizarra de lata el precio y la oferta del día.

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Irremediablemente uno se traslada al Guayaquil de antaño o al Quito de hace pocas décadas, donde el vecino era amigo del tendero hasta para fiarle.

Los tenderos son amigables, venden cosas envueltas en papel de despacho, los niños piden caramelos por centavos, los adultos compran jamón de las piernas que cuelgan por ahí, mientras disfrutan de un café y conversan con los parroquianos.

Tras vencer la nostalgia, uno recorre el malecón. Desde los colores pasteles de sus viejos edificios de ventanas pequeñitas hasta las rocas en su orilla, es impresionante la similitud con el malecón de La Habana, Cuba.

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Tras pasar por la iglesia de la edad media, las ruinas romanas, el teatro Falla, uno llega al legendario castillo de Santa Catalina, sobre el Atlántico, que con forma de pentágono o estrella, tiene que ver con nuestra historia.

En sus oscuros calabozos que dan bajo el nivel del mar purgaron prisión los próceres de la independencia de la actual Colombia y en el muelle que está diagonal acoderaban los barcos que traían el oro desde la América india y que permitió la época de riqueza del imperio español, aunque aquí la historia se cuenta obviamente desde el punto de vista del vencedor.