Parece un tema sencillo, pero no lo es tal. Tanto no lo es, que mantiene en expectativa a jueces, militares, policías y periodistas, indistintamente al menos en dos países: Ecuador y Colombia.

Si acogemos sin cuestionamientos la versión oficial ecuatoriana sobre la pérdida de armas y municiones en los rastrillos militares nacionales tendremos que acoger la conclusión de que se trata de hechos aislados, surgidos por la falta efectiva de control a militares de todo rango que deberán ser sancionados con el pago de tres veces el arma de dotación que aparentemente perdieron.

Pero, repito, no es tan sencillo. Sobre todo para el vecino país del norte, principal preocupado por este tipo de tráfico, porque generalmente surte de armamento a las fuerzas irregulares como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC, la guerrilla más antigua y mejor equipada del mundo, según la versión militar colombiana, por su actual contacto con el narcotráfico.

No debe ser tan sencillo tampoco para la sociedad ecuatoriana. Porque el armamento que reciben los militares en dotación les ha sido entregado para defender el territorio de amenazas externas. No para entregarla al mejor postor.

Menos sencillo aún, cuando ya hay detenidos y retenidos en este caso y la propia inteligencia militar tiene indicios ciertos de quiénes participaron, por acción u omisión, en  la sustracción del armamento y las municiones.

Incluso, está tras las rejas un militar que, según las fuentes oficiales, habría estado dando coordenadas y demás rasgos de los operativos de control antiguerrilla, para evitar roces en esa amplia frontera binacional, que alcanza aproximadamente los 600 kilómetros. Y luego nos mostraban por televisión las tomas de los exitosos operativos por sitios donde “habían estado los guerrilleros” pero de los cuales habían sido “ya desalojados”.

Parece un tema fácil de resolver, al menos según las versiones del alto mando, pero nada más alejado de la verdad. Porque hay un argumento oficial que tiene mucha lógica y es aquel que señala que se trata de seres humanos, que fallan y ceden ante tentaciones. Y basta con mirar cuáles son las condiciones en que esos soldados a cargo de la frontera cumplen su trabajo, para saber cuán afectada podría estar su humanidad: con sueldos de aproximadamente 200 dólares mensuales, grandes jornadas de guardia y el agreste paisaje selvático alrededor. Y con los cultores de una de las actividades ilegales más productivas del mundo, el narcotráfico, hablándoles permanentemente al oído o mostrándoles la otra cara de la medalla: el dinero y el placer.

Aquí vuelvo a recordar a ese jovencito soldado ecuatoriano que nos detuvo, a mí y a un grupo de periodistas extranjeros, hace pocos años, cuando volvíamos del fronterizo puente sobre el río San Miguel, en Sucumbíos. Nos pidió bajar del campero en que viajábamos y nos preguntó, a quemarropa, si veníamos “cargados” (entiéndase, cargados de droga). Al responderle que no y mostrarle que lo que había en el carro eran equipos periodísticos, rió y nos explicó, en un minuto, dónde conseguir el insano cargamento, si queríamos, y cómo pasarlo por los controles, sin problemas. Su juventud y la normalidad con la que hablaba lo delataron: vivía en el mundo virtual de la droga, el dinero y los controles ficticios, que afectan preocupantemente muchos tramos de la frontera con Colombia.