Encontré a Jorge Velasco (1949) sentado afuera del Montreal (Pedro Moncayo y Víctor Manuel Rendón), el café-bar del viejo Floresmilo. La frente amplia denota los años que han pasado por su vida de escritor. 20 entre El rincón de los justos y su última, Río de sombras, editada por Alfaguara.

El caos del ruido del día y la ciudad. Guayaquil, siempre este Guayaquil que discurre por la vida de sus habitantes invadiéndolos con su calor, con un sol que incendia todo, que nos obliga a mirarla con ojos diferentes. Que dice presente.
Que se mete en el alma y es como un sello que sus seres llevan a todas partes.

Hay que hablar de Río de sombras. Conversar. Intentar hallar la historia que toda novela tiene. La música antigua que viene de la rocola al fondo del local, un par de tangos, Los Iracundos y algún bolero. Por momentos la bulla de la calle es tanta que aturde y las frases se van con el sol y la tarde.

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Un libro que se perdió, pero luego resurgió desde un poco de apuntes viejos y rescatado del disco duro de un computador. Velasco Mackenzie dice riendo que Río de sombras tuvo tres versiones y que le hizo bien perderse porque siempre apareció mejor inventado.

“Las novelas son portadoras de muchos sentidos. Río de sombras intenta también desplegar varios sentidos, ser polisémico como las historias más ricas y sobrecogedoras. Es decir que tenga pluralidad de significados”. Es Velasco quien lo dice.

¿Quiénes habitan la novela? Existe un personaje que se desdobla, que se niega a ser inventado por otro mediante una escritura imposible. Esta escritura está cegada por la sinrazón, por el olvido.

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La historia a la vez transcurre en una ciudad que en la memoria de Basilio, personaje principal, se encuentra a punto de desaparecer amenazada por una sombra, se extravía en los manglares al intentar el texto que el lector probablemente leerá.

Diálogo abierto de Velasco que se va de largo con las frases. Por ahí se acercan vendedores de lotería,  caramelos y cigarrillos, chiquillos que desean retratarse junto al autor de Tambores para una canción perdida, De vuelta al paraíso, Músicos y amaneceres, entre otros títulos.

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“Creo que la frase de Lewis Carrol -imaginar la llama de una vela pero cuando ya está apagada-, podría servir para ilustrar la ciudad. La novela transcurre en Guayaquil, pero es un Guayaquil que ya no existe. Desde la llegada del San Cristóbal, un  vapor que hacía viajes de cabotaje en el país, este barco llega a los antiguos muelles del malecón y la visión del cerro también se transfigura...”. Interrumpo y le digo que mejor no la cuente toda. Es mejor dejar que el lector se adivine en sus páginas.

Cuando Velasco habla del Guayaquil que ya no existe más, se mueve sobre el tiempo del antiguo malecón, del parque Centenario invadido por niños los domingos, de la vida que se iba lenta sobre el cerro de casas descoloridas, de las tierras de los Guasmos sin habitantes. Cuando Guayaquil tenía aires provincianos.

Y él sigue narrando el cuento de su aventura para editar su libro. Lo de Alfaguara surge como un deseo de publicar con una editorial extranjera.

“Yo me acerqué a Alfaguara como hijo de cualquier vecina, para proponerles mi libro esperando que ellos la acepten, como en efecto sucedió. Me advirtieron que había seis meses de proceso de lectura, tres en Ecuador y tres en España.
Pasé nueve meses esperando y ahora posiblemente siga publicando con ellos”.

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Le pregunto por las influencias. Todas y ninguna. Se apresura. “Escucho una canción y vale, veo una película, leo un libro y así me voy”.

Piensa que un escritor de todo toma un poquito, sin plagiar, por supuesto. De todas partes hay influencias, hasta de una conversación en un bus. “Yo he tomado frases que he escuchado de gente conversando en los buses y las he incorporado a mi literatura. Cuando se escribe hay que mirar a todos lados”.

Pero tiene sus grandes maestros. Primero, Carlos Fuentes, no toda su obra pero le gusta el de Terra Nostra. Jean Genet, por supuesto, y esa fuente inagotable donde todos los escritores deberían beber que se llama El Quijote. De los ecuatorianos le gusta Pablo Palacio, por esa metafísica del absurdo.

Prefiere a los novelistas históricos como Alejo Carpentier. Pero “no soporto la literatura light, lamentablemente no puedo leer a Bayly, simplemente no puedo”.

El ruido de los trabajos en la calle Pedro Moncayo. La regeneración penetra, lenta pero va. El polvo que se levanta, huecos en las aceras. La ciudad invadida por el desorden del trabajo.

Algo que los escritores ecuatorianos contemporáneos jóvenes han abandonado, según Velasco, es la poesía. Hace énfasis y dice: “Eso para mí es fatal. Me considero un gran lector de poesía, incluso me atrevo a decir que soy mejor lector de poesía que lector de prosa. Me gusta la gran poesía anglosajona, la gran poesía latinoamericana.

Los escritores actuales no leen poesía -mueve las manos desesperado y agrega-, yo he hablado con ellos y en su literatura se les ve.

¿Como? “Porque notas el ritmo, ahí aparece un ritmo inconsciente, si lees poesía aparece un ritmo que te persigue, el ritmo de la poesía”.

Carlos Fuentes cuando escribe prosa no lee absolutamente nada de prosa, solo lee poesía, dice Velasco.

En una conversación, Fuentes aconsejaba que los narradores no deberían leer prosa cuando la escriben.

“Creo que tiene que ver con el ritmo y porque el ejercicio es increíble. En cambio hay un gran poeta peruano, Antonio Cisneros, que recomienda jamás leer prosa y peor novelas -lo dice entre risas-. El ejercicio como recomendación es leer mucha poesía”.

A final, la literatura, de lo que difícilmente se vive en Ecuador, es para Jorge Velasco Mackenzie más que amor, es vida intensa, incontrolable, sacrificio. Algo que muchas veces provoca el fin.