Mi antiguo molino, en la pequeña aldea de los Pirineos, tiene una hilera de árboles que lo separa de la hacienda de al lado. Un día apareció el vecino. Debía de tener unos 70 años. Muy amable, dijo que las hojas secas de mis árboles caían en su lado, y que tenía que talarlos. Quedé muy sorprendido: ¿cómo es posible que una persona que se ha pasado la vida en contacto con la naturaleza quiere que destruya algo que tardó tanto en crecer, simplemente porque, dentro de diez años, eso puede causarle un problema a sus tejas?

Le digo que me hago responsable, que si algún día esas hojas secas le causan cualquier daño, me encargaré de mandar construir un tejado nuevo. Él responde que eso le da igual: quiere que los tale. Me enfado un poco; digo que prefiero comprarle la hacienda.

–”Mi tierra no está en venta, responde”. Pero si con ese dinero podría comprarse una buena casa en la ciudad, vivir allí sin enfrentarse a duros inviernos y cosechas perdidas.

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–"No se vende. Nací y crecí aquí. Estoy muy viejo para mudarme".

Sugiere que venga un perito de la ciudad a evaluar el caso y que decida él. A fin de cuentas, somos vecinos. Cuando se va, mi primera reacción es acusarlo de insensibilidad y falta de respeto hacia la Madre Tierra. Después, me pica la curiosidad: ¿por qué no aceptó vender la tierra? Y antes de que termine el día, entiendo que su vida solo tiene una historia y que no quiere cambiarla. Irse a la ciudad significa también sumergirse en un mundo desconocido, con otros valores, que tal vez él se considera demasiado viejo para aprender.

¿Le sucede eso solo a mi vecino? No. Creo que le sucede a todo el mundo: a veces estamos tan apegados a nuestro modo de vida, que rechazamos una gran oportunidad porque no sabemos cómo utilizarla. En su caso, su hacienda y su aldea son los únicos lugares que conoce, y no merece arriesgarse. En el caso de la gente citadina, piensan que hay que obtener un título universitario, casarse, tener hijos, conseguir que estos obtengan también su título universitario, y así en adelante. Nadie se pregunta: “¿puedo hacer algo diferente?”.

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Recuerdo que mi barbero trabajaba día y noche para que su hija pudiese acabar el curso de sociología. Terminó sus estudios, y después de llamar a muchas puertas, fue secretaria en una empresa de cemento. Aun así, su papá decía, orgulloso: “Mi hija tiene un título”.

La mayoría de mis amigos, y dos de los hijos de mis amigos, también tienen un diploma. Eso no quiere decir que consiguieran trabajar en lo que querían, sino al contrario. Entraron y salieron de una universidad porque alguien, en una época en que las universidades eran importantes, decía que para ascender en la vida hacía falta tener una carrera. Y así fue como el mundo dejó de tener excelentes jardineros, panaderos, anticuarios, escultores, escritores. Tal vez va siendo hora de revisar eso: son los médicos, ingenieros, científicos, abogados, quienes tienen que realizar un curso superior.

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PD: Para terminar la historia del vecino: vino el perito y me mostró una ley francesa que obliga a que todo árbol esté plantado a un mínimo de tres metros de la propiedad ajena. Mis árboles estaban a dos metros. Tuve que talar los árboles. (O)

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