La experiencia de sumergirnos en La La Land me remontó a una adolescencia cinéfila en la que los musicales eran una buena parte de mis visitas a las salas de cine guayaquileñas. Allí la pasión cinematográfica se recalentaba periódicamente con películas que nunca eran una simple diversión. Hollywood estaba en mi corazón y en mi mente, mucho más que la educación colegial y los deberes. Y dentro de esas fantasías, los musicales tenían la misma fuerza que cualquier comedia o thriller. No viví la época de oro cuando Fred Astaire y Ginger Rogers durante los años 30 y 40 bailaban hasta en los techos de suntuosas mansiones con las canciones de geniales compositores como Gershwin o Cole Porter. Eso venía más en los cuentos de mis padres y en discos que me traían clásicos como Cheek to cheek o Night and Day, canciones que se infiltran en la memoria y que se reactivan en nuevas versiones cíclicamente. Con Singin’ in the rain (1952) el asunto se convirtió en un antes y después: el realizador Stanley Donen y su coreógrafo-estrella Gene Kelly concibieron un musical creado para el medio cinematográfico. No se trataba de una adaptación de otro gran éxito del teatro musical en Broadway. El vigor estilístico del filme estaba ligado a una visión puramente visual, imprimiéndole a las imágenes un ritmo desbocado y extremadamente divertido. Acompañaban a Kelly figuras como Debbie Reynolds y Donald O’Connor, sin olvidar la monumental secuencia final donde las piernas de Cyd Charisse se salían de la pantalla. Hubo muchos musicales desde entonces, pero ninguno con esa fuerza artística de un género musical creado especialmente para la pantalla grande y no para el escenario teatral. De la misma manera, el realizador francés Jacques Demy fue ovacionado en Cannes con Los Paraguas de Cherburgo (1964), con un filme donde todos los diálogos eran cantados bajo los acordes de la música de Michel Legrand en una historia romántica que conmovió al público de todas las edades. Demy hizo también lo suyo, creando este gran musical exclusivamente para las cámaras, donde el color, los ambientes y la acción parecían coreografiados como una sinfonía de imágenes, con protagonistas “de la calle” que le daban a la película un realismo único. (O)