“En lugar de intentar imponer nuestra comprensión adulta del universo, acabaríamos recordando algunas de las preguntas de nuestra infancia, que ciertamente jamás fueron respondidas”.

Subiendo por una senda en los Pirineos en busca de un lugar donde practicar el tiro con arco, me topé con un pequeño campamento del ejército francés. Los soldados me miraron y yo, fingiendo que no había visto nada (todos tenemos en mayor o menor medida ese temor a que nos vean como espías), seguí adelante. Encontré el lugar ideal, hice los ejercicios preparatorios de respiración, y he aquí que vi aproximarse un vehículo blindado.

Inmediatamente me puse a la defensiva y preparé todas las posibles respuestas para las preguntas que me iban a hacer: tengo permiso para el tiro con arco, el lugar es seguro, corresponde a los guardas forestales y no al ejército decidir lo contrario, etcétera. Pero en ese momento saltó del vehículo un coronel, me preguntó si yo era el escritor, y me relató algunos hechos interesantísimos sobre la región.

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Y así hasta que, venciendo su timidez casi visible, me dijo que él también había escrito un libro y me contó la curiosa génesis de su obra.

Su mujer y él daban donaciones para una niña con lepra que procedía de la India y que ahora estaba en Francia. Un buen día, curiosos por conocer a la niña, se dirigieron al convento donde las monjas se encargaban de cuidar de la pequeña. Pasaron una tarde muy bonita, y hacia el final una monja le pidió al militar que ayudase en la educación espiritual del grupo de niños que allí vivía. Jean Paul Sétau (que así se llamaba el coronel) dijo que no tenía ninguna experiencia en clases de catecismo, pero que lo meditaría y le preguntaría a Dios qué hacer.

Aquella noche, después de sus oraciones, oyó la respuesta: “En lugar de dar respuestas, procura saber qué quieren preguntar las criaturas”.

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A partir de ese momento, Sétau tuvo la idea de visitar varias escuelas y pedir que los alumnos escribiesen todo aquello que les gustaría saber respecto a la vida. Pidió que las preguntas fuesen hechas por escrito, evitando de esta manera que los más tímidos tuviesen miedo de manifestarse. El resultado de su trabajo fue reunido en un libro: El niño que quiere saberlo todo (editorial Altess, París).

A continuación, algunas de las preguntas:

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¿Dónde vamos después de la muerte?

¿Por qué tenemos miedo de los extranjeros?

¿Existen los extraterrestres?

¿Por qué hasta a la gente que cree en Dios le ocurren desgracias?

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¿Qué significa Dios?

¿Para qué nacemos, si al final nos morimos?

¿Cuántas estrellas hay?

¿Quién inventó la guerra y la felicidad?

¿El Señor también escucha a aquellos que no creen en el mismo Dios (católico)?

¿Por qué existen los pobres y los malos?

¿Para qué creó Dios los mosquitos y las moscas?

¿Por qué no está el ángel de la guarda cuando estamos tristes?

¿Por qué amamos a ciertas personas y odiamos a otras?

¿Quién puso nombre a los colores?

Si Dios está en el cielo, y mi madre también está allá porque murió, ¿cómo es que Él está vivo?

Ojalá algunos profesores o padres, al leer esta columna, se sientan estimulados a hacer lo mismo. De esta manera, en lugar de intentar imponer nuestra comprensión adulta del universo, acabaríamos recordando algunas de las preguntas de nuestra infancia, que ciertamente jamás fueron respondidas.

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